LUNES Ť 17 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Tempestad
A la vuelta del siglo, las cosas cambiaban precipitadamente, como si el tiempo tuviera prisa. Unas tiranías aquejaban derrumbes, otras preparaban su relevo. Pero los derrumbes son lentos y los relevos insidiosos, violentos. El sol, otrora perenne, ya se ocultaba en el imperio de la reina Victoria. El imperio de los zares ya no podía consigo. Francisco José de Habsburgo envejecía en Viena, sin nubes en el horizonte y ya despojado de futuro. Los vientos del cambio barrían artes y pensamientos en París y Berlín.
Algunos pueblos, como el mexicano, despertaban de un prolongado letargo, y lo pagaban caro en Río Blanco y Cananea. Entre zarzuelas y operetas, la plebe les perdía el respeto a sus reyes en España, Italia y Austria-Hungría, igual que en México a Porfirio Díaz. Los obreros alemanes escupían al nombre del káiser Guillermo, y los mujic rusos pronto asaltarían el Palacio de Invierno.
Boris tenía catorce años. En un mes cumpliría quince. Nacido en un medio de ilustración cosmopolita y burguesa, poseía una, digamos, acentuada visión estética de la vida. Una noche memorable de 1905, mientras jugaba guerritas de nieve con sus amigos en la Escuelas de Artes y Oficios de Moscú, con pedantería de adolescente sintió súbita nostalgia de la música de Alexander Scriabin, un "dios" para él.
Próspero judío de Odessa (como el padre de Isaak Babel) y pintor de reconocido academicismo, su padre Leonid Pasternak tenía su estudio en el piso de arriba. La familia Pasternak vivió muchos años en la Escuela de Artes y Oficios de Moscú, así que el niño Boris aprendió a retozar entre obras de arte. Ya para entonces, de su madre había mamado no sólo la gran leche rusa, sino la grata costumbre de recibir en casa a los señores Tolstoi, Rilke, Vrubel, Anton Rubinstein y Scriabin, para quienes Rosa Kaufman-Pasternak, concertista consumada, tocó frecuentemente el piano.
Y esa noche particular de su infancia, jugueteando entre esculturas y las disquisiciones preciosistas de los adultos, Boris topó de frente con la Historia, que pasaba por ahí. Rusia perdía por entonces la guerra contra el imperio japonés, Puerto Arturo había caído, más tropas rusas eran movilizadas al frente asiático. Esa noche clara, "peterburguesa" la llama él, de 1905, una multitud llegó rugiendo, en dirección al parque, y marchó al Puente Trinidad sobre el río Neva. Desde el cuartel de la policía salieron cañonazos. Muriendo, la gente huyó a sus barrios pobres.
Desde el patio de la Escuela de Artes y Oficios, Boris vio desgarrarse el "nudo de la lealtad" en que se sostenía a la dinastía del zar. Las banquetas estaban colmadas de gente que corría a guarecerse del ataque de la policía. Y entonces, al redoble de los cañonazos de la fuerza pública, las barricadas de las calles respondieron con fuego al fuego.
Veinte años después, en plena revolución triunfante, escribió que esos días de 1905 habían sido como abrir el periódico en la página que fuera.
Atento, sensible hasta dolerle, educado en la intensidad del arte por el arte, Boris vio despertar al pueblo mientras él arrojaba pueriles bolas de nieve. Proyectiles formados con materia que cae del cielo, los copos eran como las discusiones de la época, revela en su poema Infancia: 1905, escrito en 1925. Tras la "ebria caída de la nieve" intuyó que el derrumbe del imperio había comenzado en el corazón de la gente.
Como con tantos artistas de su esplendor, la patria revolucionaria sería ingrata con él. Cuando escribió Infancia, la tiranía estalinista no había envenenado la revolución del 17, todavía, y Boris Pasternak no se había convertido en un exiliado interno más, una voz en resistencia, rescoldo de las libertades traicionadas por el comunismo.
Pero esa noche de enero de 1905, antes de todo aquel después que sería su vida, las olas de la muchedumbre estallaron una tras otra y las barricadas populares decidieron responder. Boris y sus compañeritos, que se dedicaban a humillar al profesor de griego, voltear los pupitres contra la pared, jugar al parlamento y urdir fantásticas huidas entre georgianos ilegales hacia destinos inconfesables, se cruzaron de pronto con la Historia en persona. En primera persona.
Cuando tuviera los 35 de su edad, Boris habría de recordar el fin de su infancia: "en febrero de 1905 me enamoré de la tempestad". Lo que vino después no mataría en el poeta ese amor iniciático. A diferencia de Mayakovsky, Pasternak sobrevivió al desencanto. A diferencia de Mandelstam, sobrevivió al confinamiento. A diferencia de Babel, se salvó de llevarse un tiro en la nuca.
En 1928 tuvo una visión: "Un pino se derrumba con quebranto moribundo y levanta el humus del suelo, lo revuelve, y entonces tú, Historia, te paras allí y me enfrentas al bosque vasto y denso de todos los demás árboles". Cruel a veces pero real, así, directa, fue con él la "hermana vida" (título de su extraordinario primer libro de poemas, publicado en el año de gracia de 1917).
Varias décadas antes de que su alter ego Doctor Jivago se adueñara de su imagen pública, y que a fuerza de premio Nobel y Guerra Fría lo volvieran un lugar común, con esa visión cubista que tenía de la naturaleza comprendió que la vida, como el silencio de otoño, siempre es honda en los detalles. Si ya Shakespeare había dicho en un soneto que, muerta la muerte, el fallecer se acaba, nada le quitaría a Pasternak el sabor de haberse enomorado, tempranamente y para siempre, de la tempestad.