Ť León Bendesky
Septiembre de 2001
Con el paso de los días se va asentando en un fondo pesado y turbio la impresión del ataque terrorista del pasado 11 de septiembre. Lo que no puede asentarse es la enorme incertidumbre de lo que está por venir. En el marco de la vida cotidiana nos parece difícil imaginar que ésta pueda derrumbarse a nuestro alrededor, pero sabemos que eso les ocurre a muchos en el mundo en variedad de circunstancias. Sabemos también que el derrumbe más general provocado por la guerra ya sucedió varias veces tan sólo en el curso de los últimos 90 años y que no hay garantías, puede volver a pasar.
Lo cotidiano, que incluía cada vez más las continuas formas de atentados y muertes, a los que en cierta forma nos habíamos acostumbrado perversamente, ha cambiado también después del martes pasado. Este cambio no sólo se debe a que haya ocurrido en Estados Unidos, ya que el terror no tiene formas o blancos que sean aceptables y otros que no lo sean, o víctimas que se merezcan menos que otras ser sacrificadas. El terror ha mostrado que tiene dos dimensiones que se han profundizado en los últimos años: su intensidad y su magnitud. Es eso lo que parece haberse desbordado en Nueva York y en Washington, creando la expectativa de que prácticamente todo es posible y de que no hay expediente valedero para controlar la confrontación del odio. Como si sólo en los años más recientes no hubieran sido suficientes la limpieza étnica en la ex Yugoslavia, las muertes a diario en Israel y Palestina, las bombas en Irlanda del Norte, las barbaridades en Afganistán y la demencia de las manos amputadas en Ruanda.
Todo esto ocurría en otra parte y no lograba penetrar la frágil frontera de lo que todavía podía verse como alguna forma de seguridad local. Hoy esa seguridad se diluye, no sólo por lo que sabemos que pasó el martes 11, sino por lo que puede pasar en adelante. Mi generación, nacida en los primeros años de la segunda posguerra, se salvó de ver muchos horrores, pero tampoco pudimos engañarnos por completo y me gustaría no haber tenido que ver muchas cosas durante mi vida. Ni a la niña vietnamita desnuda y desolada tras el bombardeo con napalm ni los aviones incrustándose en la torres gemelas. La lista es tan grande como queramos hurgar en las imágenes de la memoria o en los documentos, y cada uno puede hacerse la suya. Lo que aún quedaba de la ilusión de la paz americana ya se hizo trizas.
Después del martes 11 todos hablamos del terrorismo y de las respuestas que los Estados deben darle. La prensa y la televisión están llenas de declaraciones y posturas de políticos y analistas. Unos hablan como machos puestos para el pleito y prometen venganza, plantean el exterminio de los terroristas como única salida. Otros llaman la atención sobre los agravios cometidos por Estados Unidos en contra de otras naciones, de cómo se han acumulado tensiones por la explotación y el sometimiento, de cómo se ejerce el poder en todas sus formas y que se ha ido concentrando más después de 1989. Ya nos había anunciado John Mearsheimer en un lúcido artículo escrito en 1991 que íbamos a extrañar la guerra fría.
Nadie tiene ahora toda la razón cuando tiende a desbordarse la capacidad de aplicar la razón. Hay quienes advierten sobre la inutilidad de responder a la violencia con más violencia y quienes explican lo que ocurre con teorías de la diplomacia y la geopolítica. Nadie sabe qué hacer para enfrentar la obviedad de lo vulnerable y frágil que se ha vuelto el orden tal y como existía, por precario e indeseable que hubiese sido. Habría que ver bien si ésta es una parte de la tan acariciada globalización capitalista y un elemento propio de la tercera vía. Entre todo esto hay argumentos útiles para reflexionar y otros que pueden ir directo al bote de la basura de las ideas. Pero en todo caso apuntan para atrás y no hay claridad para ir hacia adelante.
El asunto de la seguridad que hoy aducen tanto belicistas como moderados, hay que ponerlo en perspectiva. Para la mayoría de la población del mundo, la inseguridad es cosa de todos los días por la pobreza, el desempleo y las privaciones; la inseguridad en las ciudades de muchos países es cada vez más grande para sus habitantes, cualquiera que sea su lugar en la escala de la desigualdad. La seguridad va más allá del control del terrorismo y de las acciones militares que se vayan a emprender, supuestamente para recuperarla. Lo que está en riesgo ahora es la libertad individual, presa de las presiones de la derecha más retrógrada y de los fundamentalismos de todo cuño. Ese es el enemigo y de ahí vienen los impulsos para cerrar espacios, para controlar más e imponer mayor autoritarismo y llevar a la guerra. Este es un momento propio para recordar lo dicho por Goethe acerca de que los museos, las colecciones y los arsenales se entumecen si se dejan de ampliar, y ésta no es precisamente la hora de los museos y del entendimiento, para desgracia de todos.
Y mientras tanto hemos pensado poco en nosotros mismos, en lo que todo esto significa para nuestras propias vidas. Detengámonos siquiera en lo que representa tener que vivir cada vez más en un entorno frágil en el cual se descubre cuán hueco ha sido lo que nos hemos estado diciendo unos a otros en discursos y teorías durante los últimos diez años, para no ir más lejos. ¿A qué humanismo nos remitimos ahora? ¿A qué libertad apelamos como individuos? ¿A qué orden democrático asociamos nuestra coexistencia como sociedad? ¿A qué estructura sicológica nos acogemos para buscar nuestra propia realización? ¿De qué noción de desarrollo científico nos agarramos? Otra vez es la guerra la que va por delante y la verdad es que no podemos hacernos ilusiones sobre su desenlace y sus consecuencias; de lo que sí podemos estar seguros es que los años por venir no serán los que algunos prometían como el escenario favorable del nuevo siglo. No se admite abiertamente que lo que hoy prevalece es el miedo.