jueves Ť 13 Ť septiembre Ť 2001
Luis Linares Zapata
Un Fox de luz y vestigios
A nueve meses de su inicio, las dos piezas complementarias de un modelo de gobierno están a la vista. Y se predica como "modelo" por darle el beneficio de la duda a un proceso ciertamente no acabado ni concluido o, peor aún, tal vez ni concebido como tal, sino muy probablemente como partes de actuar que viajan en paralelo. Por el lado de la política interna se revela un conjunto deslavado y deshilvanado de propuestas sin los debidos sustentos que, por lo demás, distan mucho de las rumbosas promesas de campaña. En lo tocante a la política exterior, en cambio, se hace notable todo un empalme novedoso de acciones, llamados y propuestas, que incluyen viajes inesperados, y en apariencia, inconexos, donde se va descubriendo un diseño, algunas ideas o ciertas ambiciones que intentan englobarlas. Esto no quiere decir que la movilidad mostrada por el Presidente y sus planteamientos hasta ahora conocidos, así como sus variadas iniciativas ante distintos líderes, audiencias y gobiernos, formen un conjunto armónico y meditado. Por el contrario, grandes secciones, dichos, declaraciones y reuniones han caído en arranques y desplantes de última hora, si no es que se han mostrado como francas desproporciones (Corea) o interpretaciones simplistas de la historia (China, inversionistas) y hasta peligrosas (Congreso de Estados Unidos.)
Pero, más allá de los pasos en falso, los gaffé diplomáticos y el voluntarismo inherentes al presidente Fox, lo crucial a sopesar de la política externa desplegada hace referencia inmediata a sus relaciones con los intereses nacionales o los sustentos y aliados que encuentre en las capacidades y potencialidades reales del México actual. No de ese país que muchos desean modelar de acuerdo con sus peculiares intereses (Consejo Binacional México-Estados Unidos), sino el que se debate entre la miseria creciente y la opulencia insensible y ciertamente inmovilizadora. Se entiende que se habla, entonces, de coherencia y, sobre todo, de consistencia (en los distintos plazos) entre la política interna con respecto de la desplegada hacia el exterior. Y, para darle los toques finales al modelo en ciernes, de ambas con los sentires, aspiraciones, recursos, limitantes y necesidades de la sociedad.
Al conseguir la alternancia en la cúspide del poder establecido, la del Ejecutivo federal, las expectativas que Fox generó, en mucho también alimentadas por sus frecuentes y hasta innecesarias promesas de campaña, fueron achicándose a medida que transcurrían los primeros meses de su administración. El primero de septiembre sorprendió al Presidente con pocas obras que entregarles a los mexicanos, quienes, no sin tristeza y en medio de una avalancha de actos confusos y ríspidos encuentros, veían cómo su voto para sacar al PRI de Los Pinos, entronizar un régimen distinto y finiquitar la transición, se desvanecía en una parálisis de profundas consecuencias. La misma recesión conspiró para acelerar el desencanto, que amenaza con generalizarse, a menos de un año de distancia de su triunfo electoral. Pero el llamado bono democrático ahí está todavía, aunque, sin duda, abollado por las discordancias entre las expectativas despertadas respecto de la velocidad y la profundidad de los cambios anunciados.
El punto neurálgico del desarreglo tal vez se encuentre en la azarosa conexión entre el Ejecutivo y los partidos, incluido, en primer lugar, el suyo propio. O también entre el Presidente y sus colaboradores, o entre todos ellos y los atónitos ciudadanos. El caso está en que de buenas a primeras, pero en repetidas ocasiones, se solicita con urgencia un pacto salvador, cuya concreción no se atisba por lado alguno. Y, para acabarla de amolar, el tal pacto, antes de formularse siquiera, queda como un rehén entre el discurso presidencial y las delicadezas de una dirigencia priísta que no quiere ser, ni siquiera rozada, en sus múltiples errores, trampas y crímenes de su pasado.
La reciente gira de Fox por Estados Unidos puso al descubierto muchos ángulos de difícil aprehensión, en sus implicaciones y futuro, por la burocracia política, los grupos de presión, la crítica; nada se diga por lo que toca a la simple ciudadanía de los dos países involucrados. Sin preparación previa, ni panorama, rutas específicas, menos aún medios para darle seguimiento y bajarlo a la realidad de ambas naciones, se lanza en plena Casa Blanca un algo que quiso ser orden, límite y reto para terminar con los mexicanos ilegales. Tal y como a ellos los describen los americanos. Como si su administración estuviera lista para responder a ese mismo programa y en esos perentorios plazos. El Plan Puebla-Panamá no pasa de simples reuniones y ya tiene adiposidades que lo paralizan. Apenas tienen identificadas las grandes zonas de expulsión de migrantes como para derramar sobre ellas las inversiones que los arraiguen. ƑCómo regular y controlar las fronteras? ƑCuáles procedimientos y qué documentos usar para asegurar que el flujo de gente entre los dos países se regularice y sea confiable, sobre todo después de los demoledores ataques terroristas? ƑY los votos a distancia, dónde quedan? Estas y otras interrogantes pueden lanzarse de manera conjunta sin encontrar respuestas válidas y, sobre todo, tan rápidas como en los próximos cuatro meses o años.
Para proponer y fijar tiempos a la tarea de regularizar la existencia de millones de mexicanos del "otro lado" y que es, ciertamente, una empresa inaplazable y por demás humanitaria que debe abordarse sin titubeos, se tiene, primero, que encontrar el punto de apoyo social interno, identificar los costos a pagar, contar con los recursos para darle viabilidad y amarrar la coherencia partidaria para conjugar fuerza. Así nomás, lanzada como una provocación, suena a baladronada, aunque sea el mejor intento de su administración y piedra angular de su política exterior.