TOROS
Ť Aviso y oreja, tras prodigiosa faena a un manso en pleno diluvio
Revivió Mauro Lizardo el milagro del toreo en la Plaza México
Ť Los Ortega, Rubén y Christian, otras dos grandes revelaciones de Telmex
LUMBRERA CHICO
El toreo es absurdo. La afición al toreo es absurda. Empaparse debajo de un aguacero por gusto es absurdo. Y sin embargo... Mauro Lizardo, novillero tapatío, con escasa experiencia en los ruedos y en la vida, logró ayer que mil 500 personas se entregaran a las frías navajas de una lluvia arrasadora con tal de verlo jugar delante de un toro, en medio de la nada y en aras de la inmortalidad.
En la primera función de la temporada más chica, patrocinada por Telmex y tal vez porque en ella no metió las manos Rafael Herrerías, la Monumental Plaza Muerta volvió a ser la México de nuestros amores y triplicó su entrada promedio (tres mil personas contra las mil de los ocho domingos precedentes), para ver a cuatro jóvenes aspirantes ?el rejoneador José Hernández, que no estuvo mal pero tampoco bien, el mencionado Lizardo y dos Ortegas, Christian, sobrino de Marcos Ortega, y Rubén, sobrino del tlaxcalteca Rafael?, que protagonizaron una corrida memorable, a pesar de los ocho mansos de la ganadería de San Judas Tadeo que se prestaron al juego aunque nunca recargaron en varas y fueron más bien huidizos.
La fiesta comenzó con el tercero de la tarde, Marce, un castaño de 414, con el que Christian Ortega sorprendió a la audiencia desmayando los brazos al torear por verónicas con una envidiable naturalidad, misma que ratificó en el tercer tercio, al correr la muleta por la izquierda y la derecha, templando y ligando con espontanea elegancia, finura en el trazo y una calidad que promete convertirlo en un gran torero. Para su desgracia, mató de dos pinchazos y una estocada delantera. Sin embargo, con el séptimo, Siervo, de 405, al que banderilleó espléndidamente, Christian pudo cortar la oreja que perdió en el toro anterior, y lo hizo matando en forma impecable, en todo lo alto y con efectos letales.
Rubén Ortega, que no se llama así, pero que adoptó el nombre de pila de su padre para no usar el suyo propio que es también el de su tío, el matador Rafael Ortega, pasó inédito ante su primero, Josecho, un manso perdido de 407, pero con el último de la tarde, Checo, un castaño bobo de 405, se lució al recibirlo con una larga de rodillas, colgarle tres pares de aúpa y zumbárselo con la muleta con la izquierda y la derecha, siempre bien colocado a la hora de rematar, y sorprendiendo al improvisar un vistoso pase de trincherilla con la mano izquierda, para culminar de un estoconazo de efectos fulminantes que le valió la entrega del público y una muy merecida oreja.
Lizardo y el diluvio
Pero si la tarde fue pródiga en revelaciones orteguianas, la apoteosis llegó con el quinto de la tarde, Diegueño, otro castaño de escasa bravura, que saltó al ruedo en el instante en que se desplomaba sobre el mundo un formidable chaparrón. De rodillas en los medios, Lizardo lo saludó con dos largas cambiadas de enorme plasticidad. Cuando el bicho sintió en el lomo la puya del picador, rebrincó dolido como una cabra pero, al escupirse del peto, Lizardo lo recogió echándose el capote a la espalda y cuajándole un quite por gaoneras que dejó a la gente boquiabierta, sobre todo al ver los derrotes que pegaba el animal ante el vientre del torero.
Vino el cambio de tercio, siempre en medio del diluvio, y Lizardo se lanzó zigzagueando como un relámpago para cuadrar en el centro del testuz y clavar asomándose al balcón, antes de emprender una estremecedora faena con la muleta, que coronó con un estoconazo al volapié. El toro se amorcilló, posponiendo el clímax, pero el público estaba tan caliente y paradójicamente tan empapado, que siguió gritando "¡torero, torero!", aun después que sonara el primer aviso. Y cuando, presa de un ataque cardiaco masivo, el bicho giró sobre sí mismo y rodó con las patas para arriba, los escasos espectadores sacaron los pañuelos y, por que eran mayoría absoluta, obligaron al juez a conceder un apéndice como premio a la faena más conmovedora y escalofriante, verdadera y auténtica de muchos años.
El ruedo era un lago por segunda vez en la tarde, pero por negligencia del juez Dávila, que tuvo otra actuación infame, se dio suelta al penúltimo y provocó un herradero. Al salir del caballo, el animal (me refiero al novillo) atropelló a Lizardo y le destrozó un pie. Mientras el diestro era llevado a la enfermería, el bicho se partió un pitón, por lo que fue sustituido.