sabado Ť 8 Ť septiembre Ť 2001

Miguel Concha

Justicia penal internacional

Más allá del tono solemne y la agudeza de sus planteamientos, que muchos interpretamos como sofismas para eludir sus responsabilidades, el ensayo de Henry Kissinger "Las trampas de la jurisdicción universal", que en estos días se anuncia será publicado por la revista Foreign Affairs, en su edición otoño-invierno en español, puede tomarse en cambio como un apología del establecimiento de una indispensable jurisdicción penal internacional en materia de derechos humanos. Luego de reconocer que en este campo los luchadores sociales contra la impunidad han aventajado con competencia a muchos de sus gobiernos, quien ha sido señalado como presunto responsable de graves violaciones a los derechos humanos en Chile, Vietnam y Camboya se lanza contra la posibilidad de castigar crímenes graves conforme al derecho internacional, arguyendo una supuesta reconciliación política y social, el riesgo de politización de los casos y la entrega de los políticos a la égida de los magistrados y del sistema judicial. Como si no tuvieran que estar sujetos a las más elementales normas de justicia, fuera posible hablar de reconciliación sin deslindar responsabilidades y los crímenes no se hubieran cometido por ilegítimas razones políticas.

Precisamente la existencia de conflictos caracterizados por la persistencia de ataques contra la población civil, así como la inobservancia de las normas del derecho humanitario y la impunidad de los responsables, generada por la falta de voluntad o la ineficiencia del propio Estado en cuyo territorio se producen -que en algunos casos podrían calificarse como una verdadera complicidad-, han llevado a la comunidad internacional al establecimiento de una instancia judicial como la Corte Penal Internacional, cuyo estatuto ha sido ya firmado por más de 139 Estados, entre ellos la mayoría de los países europeos, y ratificado por 37 naciones. Esta decisión obedece justamente al carácter metaconvencional, susceptible de fuertes influencias de tipo político, del procedimiento seguido hasta ahora para el establecimiento de tribunales internacionales especiales, creados por el Consejo de Seguridad de la ONU para ocuparse de situaciones como las de Ruanda y la ex Yugoslavia, que parecen simpatizar tanto a Kissinger.

Para México, en cambio, una jurisdicción penal internacional de tipo obligatorio "deberá constituirse como resultado de una convención o un tratado internacional libremente suscrito por los Estados, con base en las recomendaciones que al efecto emita la Comisión de Derecho Internacional a la Asamblea General", y por ello firmó el 7 de septiembre del año pasado en Nueva York el Estatuto de Roma (17 de julio de 1998), que creó la Corte Penal Internacional. Es preciso sin embargo modificar algunas disposiciones de la Constitución federal que podrían ser incompatibles y, por lo tanto, obstaculizar su ratificación, y adicionarla en aquellos casos no previstos, como ya lo han hecho naciones como Francia, Italia, Bélgica o Canadá. Entre las primeras se encuentran, a manera de ejemplo, las que consagran el principio de "non bis in idem", la jerarquía de los tratados internacionales y la procedencia y alcances del juicio de amparo. Entre los segundos, también por ejemplo, la aplicabilidad y el estatus normativo de las sentencias dictadas por tribunales internacionales. Con ello no únicamente se fortalecería nuestro estado de derecho, sino se daría un paso firme en la lucha contra la impunidad y por la protección efectiva de los derechos humanos.

El análisis técnico-jurídico minucioso de los diversos aspectos que plantea el establecimiento de la corte resulta esclarecedor de algunas dudas que suelen interponerse -el propio Kissinger lo hace- a propósito de los crímenes objeto de su competencia, su supletoriedad, su independencia, su aplicabilidad retroactiva y la posibilidad de que una persona pueda ser juzgada dos veces por el mismo delito (el famoso principio jurídico "non bis in idem"). Es más, debe decirse que México consideró indispensable el concepto de supletoriedad de la corte, por el cual su competencia sólo se surte cuando ningún Estado con jurisdicción sobre el caso la ejerza de manera independiente e imparcial, y que sus propuestas al respecto quedaron incorporadas en su estatuto. Ť