viernes Ť 7 Ť septiembre Ť 2001

 Horacio Labastida

Universidad de la Ciudad de México

Apenas dos días después del primer Informe que rindió al Congreso el presidente Vicente Fox, decepcionante por su marginalidad a los grandes y asfixiantes problemas que agobian al país, el pasado lunes 3 los mexicanos celebramos con entusiasmo la inauguración de cursos en la nueva universidad que, en la ciudad de México, instituyó el Gobierno del Distrito Federal. Tanto el discurso del rector Manuel Pérez Rocha como los pronunciados por el consejero Luis de la Peña y el jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, coincidieron en declarar el indiscutible peso de los valores humanos en las tareas de las nacientes aulas. La batalla por una educación comprometida con la verdad científica y los más altos ideales éticos no es tarea fácil cuando enormes intereses de nuestro tiempo buscan hacer de la educación una mercancía más en los manipulados juegos de la oferta y la demanda; y pienso que esta redentora concepción, que vigorosamente reafirmó López Obrador en su declaración inaugural al referirse a la necesidad de la universidad pública, gratuita y autónoma como garantía de la libertad de los mexicanos, trae a cuento hechos que exhiben el fondo de la filosofía política que se ha puesto en marcha en la capital.

Después de más de 15 o 20 años de trabajo en las escuelas secundarias, atendiendo talleres en los que es experta maestra, una profesora solicitó la jubilación a que tenía derecho, concedida por el ISSSTE en un nivel ligeramente superior al salario mínimo, cantidad que la llevó a sufrir privaciones y escaseces inenarrables, y vio además cómo sus penas se agrandaban en la medida en que el dinero angostaba el poder adquisitivo sin solución de continuidad. Estas eran las circunstancias en que se hallaba la pensionada el día en que solicitó el auxilio ofrecido por el Gobierno defeño a los miembros de la tercera edad. Los días siguientes fueron halagüeños para la desconsolada maestra. Hace unos días recibió la esperada respuesta: dos trabajadoras sociales llamaron a la puerta de su departamento y entregaron la tarjeta que le permitirá recibir un decoroso apoyo material, servicios médicos y medicinas gratuitas, suceso este repetido por miles en los últimos meses en forma siempre respetuosa de la dignidad de los beneficiados. No hay que hacer filas vergonzosas ni implorar piedad en las oficinas públicas; por el contrario, luego de evaluar la petición del viejo, se le entrega la credencial que eleva su precario nivel de vida. Y esto es muy significativo si se recuerda que la política de la administración pública, soberbia y presidencialista, con empeño se preocupa por hacer sentir al ciudadano que sus actos son una graciosa concesión que debe compensarse con el aclientelamiento comicial y una subordinación sin fronteras.

¿Qué relación tiene el caso relatado con la inauguración de la universidad del Distrito Federal? La respuesta es obvia. Existe entre los dos una clara connotación democrática. La democracia verdadera -no lo olvidemos, por favor- es la concordancia entre la voluntad de las mayorías y la decisión gubernamental, porque democracia significa gobierno del pueblo y para el pueblo, según oportunamente lo rememoró Abraham Lincoln en su célebre discurso de Gettysburg (1863), expuesto poco después de la proclamación (primero de enero del citado año) sobre la libertad de los esclavos, recogida al concluir la Guerra de Secesión (1861-65), en la decimotercera enmienda constitucional estadunidense. En el texto de Gettysburg se asegura que la violencia de la guerra intestina no ocurría en vano, "que esta nación -aseveró Lincoln- contemplaría el nacimiento de una nueva libertad y un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", palabras que desafortunadamente no han pasado de ser palabras. El Tío Sam sabe hoy muy bien que su democracia es simple y sencillamente una plutocracia. En Estados Unidos vale con plenitud una ecuación apodíctica: el poder del dinero es el poder político, ecuación que desde la caída de la Unión Soviética (1991) el capitalismo trasnacional trata de imponer a toda costa en el resto de las naciones del mundo. Y como para lograr este propósito es indispensable dinamitar el juicio crítico y convertir así al hombre en la fuerza de trabajo requerida por las elites del dinero para reproducir sus ganancias y la opresión de los demás, las castas acaudaladas del mundo y sus socios de nuestro país estimulan por todos los medios a su alcance la destrucción de las universidades públicas. Por esto, el pasado lunes 3 es un triunfo de nuestra cultura de salvación. En el claustro de la Universidad de la Ciudad de México "hablará el espíritu".