Jaime Martínez Veloz
Baja California: el crimen tiene permiso
El violento asesinato del secretario particular del gobernador de Baja California ha producido un auténtico shock en la sociedad de Tijuana, porque sucedió en un momento en que en esta ciudad, y en diversas partes del estado, el arraigo de estos fenómenos desintegradores de la estructura social ha alcanzado sorprendentes niveles de profundidad. Desgraciadamente, deberá pasar mucho tiempo antes de lograr la reversión de estos fenómenos como primera fase indispensable para su erradicación.
Aun cuando un portentoso milagro pudiese cortar de tajo el muy fortalecido proceso de desgarramiento del tejido social que aflige a Tijuana, pasará mucho tiempo antes de poder sanar los estragos que han perturbado la psique de quienes padecen la criminalidad en que está inmerso el estado desde hace más de una década, lapso coincidente con la asunción del panismo al poder. Reconstruir el tejido social demanda una voluntad titánica que deberá aunarse al urgente esfuerzo -ausente por ahora- que se necesita para superar la situación de emergencia.
Tijuana vive aceleradamente un proceso de violencia y criminalidad estructurales, cuyos impactos han dejado una huella indeleble en el ánimo del imaginario colectivo. La virtual institucionalización de la criminalidad incide en el condicionamiento social, tan es así que se ha llegado al extremo de considerar "normal" el entorno violento de la cotidianidad.
A esta situación se añaden fenómenos igualmente graves como la institucionalización del consumo de drogas, suceso que rebasa circunstancias previas que ha-cían de la entidad un corredor natural del paso de estupefacientes al inmenso mercado de Estados Unidos. Sin embargo, como suceso lógico de un proceso gradual, la creciente adicción a las drogas ha agravado la descomposición social del municipio y del estado.
Este explosivo coctel explica por qué desde hace muchos años Baja California encabeza las siniestras estadísticas de violencia y criminalidad incontroladas en todo el país. Según datos de la Procuraduría General de la República y de la Secretaría de Seguridad Pública Federal, entre 1997 y 2000 el estado ocupaba el primer lugar nacional en la comisión de hechos delictivos en los fueros común y federal, según se desprendió de denuncias presentadas ante Ministerios Públicos.
En términos relativos, es decir, en cuanto al número de delitos por cada mil habitantes, en esos años nuestra entidad casi cuadruplicó el promedio nacional. Los indicadores son escalofriantes: 69.4 por ciento, 65.1, 59.8 y 49.6 para los años comprendidos entre 1997 y 2000. Los datos de Baja California muestran cómo la violencia y criminalidad imperantes superan ampliamente los niveles detectados en cualquier punto de la geografía mexicana.
Las tendencias en la evolución de los delitos del fuero federal se duplicaron entre 1997 y 2000 en Baja California, mientras en Jalisco, Chihuahua, Tamaulipas y Distrito Federal las denuncias se mantuvieron casi estables, a pesar de que estos últimos estados se asocian con las principales bandas organizadas del crimen que operan en México.
Frente al entorno apocalíptico en que subsistimos, la endeble excusa permanente del gobierno estatal ha sido justificar la alta incidencia delictiva por el flujo migratorio y el creciente consumo de enervantes, circunstancias de la que se vale para distraer la atención social sobre su incuestionable ineptitud y complicidad.
El primer lugar nacional en drogadicción también lo encabeza Tijuana. En 1998, por ejemplo, 28 por ciento de la población urbana masculina, de entre 12 a 65 años, había consumido drogas alguna vez en su vida. En el caso de las mujeres, el dato también es alto: 15 por ciento. Para dimensionar el caso Tijuana, basta ver las cifras para la zona metropolitana de la ciudad de México, donde 15 por ciento de sus residentes urbanos masculinos ha consumido droga alguna vez.
Las medidas oficiales para enfrentar la gravedad de la situación han sido mínimas. Partidarias de métodos totalitarios para los demás, las autoridades panistas han forzado exámenes antidoping en bachillerato -sin proporcionar el servicio a través de las instituciones de salud-, han propuesto métodos para la rehabilitación de adictos, violatorios de los derechos humanos y muy cuestionables, y han intentado establecer retenes carreteros en los límites territoriales, bajo el cretino argumento de querer saber "quién entra al estado". Todo este conjunto de aberraciones no hace sino mostrar la incompetencia y la complicidad de las autoridades en el criminal vértigo de violencia en el que se halla inmerso Tijuana.