MARTES Ť 4 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Teresa del Conde
Percepciones en el Carrillo Gil
(Segunda y última parte)
En mi artículo anterior me refería a la exposición Zonas de alteridad, que se exhibe en la sala de la colección permanente del Carrillo Gil. El curador José Luis Barrios hizo indudablemente una selección de gran interés, pero decidió adherir a las mamparas, exactamente bajo las cédulas, copias de detalles de las obras expuestas con el objeto de que el espectador ponga atención en puntos que, según su criterio, podrían pasar inadvertidos. Son como acentos museográficos que recaen sobre las piezas. Aunque pienso que quizá a algunas personas esto les funcione, a mí no me gustó nada, porque eso supone no atraer sino distraer la atención de los originales para fijarse en el método de copiado y en su disposición.
Comentaba que el dibujo de J.C. Orozco, La cucaracha III, hace tiempo que no se exhibía. La escena representada es el baile de la cucaracha, aquella que no puede caminar. El ámbito es un antro de medio pelo, pero se ve a leguas que el pintor ha observado a fondo los pasos de éste y otros bailes de salón. Conviene recordarlos mientras se observan los pies de las figuras, sus flexiones, sus posturas y hasta su ritmo. Sin asegurarlo, pienso que tal vez Orozco asistió a los ''bailes de resistencia" que se hacían en el cine Olimpia, inaugurado en el número 9 de la calle 16 de Septiembre el 10 de diciembre de 1922. Al consultar de nuevo los estudios de Aurelio de los Reyes, advierto que en dichas sesiones hubo parejas que bailaron durante 27 horas consecutivas. No creo que Orozco se haya aventurado al baile, pero de que le gustaba, no hay duda, de lo contrario la destreza y maestría en su representación no aparecerían como aparecen. Creo que esa predilección lo llevaría, con el tiempo, a interesarse y a prendarse de Nellie Campobello.
Los dibujos y grabados de Orozco por lo general no narran: sólo ''presentan". Si uno deduce de ellos cuestiones psicosociales el añadido es propio. No sucede lo mismo con obras de otros grabadores que relatan acontecimientos. Los hay técnicamente notables, como el linóleo de Arturo García Bustos sobre una manifestación (1947) concebida ''en negativo" o como la representación ad libitum del asesinato de Obregón ocurrido como todo mundo sabe el 18 de julio de 1928 y recreado por el muralista y grabador Fernando Castro Pacheco en un linóleo también de 1947. Se debe entender que la misión del Taller de Gráfica Popular era ésa: hacer visible, a bajo costo, la representación de sucesos que podrían ayudar a la creación de una conciencia social nacional. Entre los artistas ésta fue un hecho, pero me temo que la generalidad del posible público permaneció en ayunas ante lo que las estampas connotaban. En todas formas, no pueden compararse con otras obras allí presentes, entre las que destaca el desnudo de un jovencito de Diego Rivera, realizado a línea: una obra magistral cuyo clasicismo hace contrapunto con otra pieza de Orozco: el desnudo de una mujer india vista en picada y plasmada en doble trazo, tal que si la figura moviera brazos y piernas. La cercanía de estas obras permite calibrar dos excelentes y escuetos dibujos que en intención y en estética difieren radicalmente entre sí.
Al observar esa sección me detuve ante la conocidísima litografía de Diego Rivera que se conoce como Retrato de Frida Kahlo (1930), simultánea en fecha a la que realizara teniendo a Lola Olmedo como modelo. Esta vez me sobrevino una duda. Aunque Diego mismo haya dicho, o admitido, que esa obra corresponde a un retrato de su mujer tal vez las cosas no hayan sido así: ni la expresión ni la línea de los labios ni la partida del pelo ni el contorno de una de las mejillas se corresponde con otras representaciones suyas de Frida ni con las de ella misma. El que haya cedido a la tentación de marcar las cejas unidas por enmedio es lo que ha determinado que el retrato, si es que lo es, se conozca como personificación de Frida.
Nunca me ha gustado esa figura de hombros, clavículas y esternomastoideo exagerados, excesivamente potentes en contraste con el breve cuerpecito escurrido hacia abajo. Es una figura patética, pero se dirá que el escorzo es el responsable de que así aparezca, y sí, así es. Tal vez la modelo no haya sido Frida, pero como el rostro terminó por parecerse un poco al de ella, así se litografió. En tanto que esta pieza es, como expresión de un supuesto parecido, altamente desafortunada, la que representa a Lola Olmedo es un encanto de composición, hay allí un humor muy particular en el modo como está tratado el pelo, el vello púbico, los pezones que en cierto modo reiteran los ojos ligeramente bizcos (cosa que añade interés y peculiaridad a ese rostro). Mientras que el ojo izquierdo de la modelo (derecho para el espectador) tiene pestañas, posiblemente postizas, como sucede con el protagonista de la película Naranja mecánica, de Stanley Kubrick, el otro carece de ellas. Tales detalles indican una percepción muy fina por parte de Diego Rivera.