MARTES Ť 4 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Ť Ugo Pipitone

Política económica de Estado

Dicho así, suena a nostalgia positivista: desconfianza en la política y fe ilimitada en la administración. Habrá que reconocer que hablar de política económica de Estado podría despertar fantasmas a mitad de camino entre el Fausto y Stalin. Y sin embargo, me atrevo a suponer que sea posible una política económica de Estado sin estrechar los espacios de la política y de la democracia. Intentemos razonar, aunque sea a vuelapluma.

En estas partes del mundo es como si viajáramos colectivamente en un automóvil que puede correr a 80 kilómetros por hora y sólo alcanza 50: experiencia cotidiana, por cierto, de los automovilistas de las grandes capitales del Tercer Mundo. Entre el desarrollo potencial y el real persiste una amplia diferencia que traba la superación de los estigmas del "subdesarrollo": pobreza, subempleo crónico, instituciones de mala calidad, corrupción y despilfarro de recursos (humanos y materiales).

Decir política económica de Estado significa reconocer a las instituciones públicas un papel central: instrumento de la voluntad colectiva para superar atrasos técnicos y polarizaciones sociales que nos anclan a un pasado del cual nadie, en sus cinco sentidos, podría cantar las loas. Política económica de Estado supone convergencias negociadas de parte de las mayores fuerzas políticas de un país sobre los rasgos fundamentales de una estrategia de largo plazo para salir del atraso. No un empeño genérico, sino el compromiso político concreto de alcanzar en un tiempo determinado el objetivo. ƑCuál? Construir estructuras productivas cuya competitividad deje finalmente de descansar en los bajos salarios.

En este marco podría activarse un sentido de urgencia histórica proyectado a superar esa vergüenza colectiva ligada a la persistencia de amplios espacios de miseria-abandono-injusticia. Una especie de aliento social dirigido a materializar en una fecha futura (a 20 o 30 años) el compromiso de superar los estigmas de aquello que, a falta de mejores propuestas, seguimos llamando subdesarrollo. El reto es doble. En primer lugar, la disponibilidad del Estado a cambiar lo que sea necesario cambiar de sí mismo para acelerar los tiempos del crecimiento. Y dos: la capacidad para rediseñar las formas del quehacer político de tal manera que sea premiado o el señalamiento de los obstáculos o las realizaciones concretas en el camino del desarrollo.

Inútil decir que las cosas son más fáciles en el papel que en la realidad. La primera condición supone la determinación de los gobiernos de luchar contra todas las formas de corrupción administrativa, clientelismo y patrimonialismo incrustadas en sus estructuras. La segunda supone la lucidez política de parte de los partidos para superar ideologismos envejecidos y comprometerse en un terreno en que conflicto social y construcción económica puedan alcanzar puntos más altos de equilibrio.

A estas alturas del juego debería ser suficientemente claro que la salida del atraso no es un proceso paulatino de crecimiento, sino activación de energías políticas y sociales capaces de asignarse precisas tareas de largo alcance.

Digámoslo en una forma no libre de críticas. Si una política económica de Estado fue tan exitosa en los últimos 30 años de la historia de Malasia, Ƒpor qué no debería serlo en otras partes del mundo? Claro está que, allá, esta política fue producto del poder carismático de Mahatir Muhammad en un contexto que decir democrático sería francamente excesivo. El reto es simple y, al mismo tiempo, complejo: definir precisos compromisos de desarrollo de largo plazo manteniendo (y reforzando) las estructuras democráticas. Hic Rodhus, hic salta, dirían San Pablo y Marx. Ahí está el detalle, añadiría Cantinflas: construir sin renunciar al conflicto o, si se prefiere, metabolizar el conflicto (social y político) al interior de realizaciones económicas capaces de romper inercias y crear nuevas oportunidades de integración.

Mientras estos problemas no sean enfrentados con originalidad e inteligencia, seguiremos atrapados en las retóricas hueras sobre el Estado o el mercado. O sea, seguiremos perdiendo tiempo.