martes Ť 4 Ť septiembre Ť 2001
Luis Hernández Navarro
El fantasma de Thoreau
El fantasma de Henry D. Thoreau pasea orgulloso por las regiones indígenas de México. En todos los rincones su ejemplo ha cundido. Los pueblos originarios han desconocido la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, recientemente aprobada por el Congreso, y han anunciado su determinación de no cumplirla.
Hace más de 150 años Thoreau rechazó pagar impuestos al gobierno de Estados Unidos porque eran utilizados para financiar una guerra injusta contra México. "La única obligación que tengo el derecho de asumir es la de hacer a cada momento lo que considero justo", afirmó.
Redactados con un lenguaje y una tradición que recuerda lo mismo las enseñanzas del autor de la Desobediencia civil que las rebeliones indígenas del siglo XIX, pero apoyados en el artículo 39 de la Constitución, el Convenio 169 de la OIT y los acuerdos de San Andrés, ocho comunidades indígenas del Distrito Federal y del estado de México decretaron la Declaratoria de bienes comunales y autonomía, mientras ocho comunidades de Michoacán promulgaron el Decreto del pueblo purépecha.
Ambos documentos -avalados por sus comisariados ejidales y comunales, así como por las autoridades tradicionales- son acciones colectivas, públicas y no violentas de desobediencia a la reforma indígena. Buscan demostrar la naturaleza ilegítima de la ley aprobada en contra de sus opiniones y necesidades; hacer evidente que el legislador no respetó su deber de producir leyes justas, y que gobierna sabiamente.
Si la observancia de la obligación política es la condición y la prueba de la legitimidad del ordenamiento, la transgresión indígena a las leyes en curso muestra la absoluta falta de legitimidad de los cambios constitucionales recientemente aprobados.
Más aún, la Declaratoria de bienes comunales y autonomía y el Decreto del pueblo purépecha son, sobre todas las cosas, expresión práctica del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas. Si el Congreso de la Unión acordó poner todo tipo de candados legales al reconocimiento de la autonomía, los indios han decidido seguirla construyendo en los hechos desde sus territorios promulgando normas y viviendo su identidad y cultura sin pedir permiso a nadie.
Paralelamente a esta recuperación de la soberanía popular, en un hecho sin precedente por su magnitud, centenares de ayuntamientos, comunidades indígenas y Congresos estatales han interpuesto ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y jueces de distrito demandas de controversia constitucional y amparos en contra de la reforma constitucional. El Poder Judicial ha sido emplazado a tomar una posición sobre un asunto en el que, muy probablemente, muchos de sus integrantes preferirían no estar inmiscuidos.
En las regiones indígenas del país se vive una situación de ebullición de intensidad variada en la que se debate y se reflexiona sobre el rumbo que seguirá la lucha por su reconstrucción como pueblos. En la Sierra Tarahumara, por ejemplo, está en marcha una consulta, comunidad por comunidad, para discernir cuál de las dos legislaciones representa más adecuadamente los intereses de los habitantes originarios: la iniciativa de la Cocopa o la acordada por el Legislativo. En decenas de municipios de Veracruz, Puebla, Chiapas y Guerrero las autoridades han sido depuestas. Las exigencias de solución de viejos conflictos agrarios en la Huichola, los Chimalapas y la región yaqui se han intensificado.
Pero, como pudo verse en el pasado Informe presidencial, la clase política parece no darse cuenta de lo que sucede. No obstante que el debate sobre la ley indígena dividió al Congreso y a los partidos políticos, creó fuertes fricciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, enfrentó a varios estados con el centro, ha puesto al Poder Judicial frente a un dilema trascendental, polarizó a la sociedad, modificó muchas de las reglas no escritas del quehacer político y requiere definiciones de fondo, el asunto pasó prácticamente desapercibido en el discurso de Vicente Fox y en la respuesta de Beatriz Paredes.
En las negociaciones de San Andrés las reformas legales para reconocer los derechos y la cultura indígenas fueron parte de un acuerdo más general: el establecimiento de un nuevo pacto entre el Estado y los pueblos indígenas. Como muestra el recorrido por serranías y cordilleras del fantasma de Thoreau, acompañado de los fantasmas de Cajeme, Manuel Lozada y Francisco Gómez, esa nueva relación sigue pendiente, aunque la clase política no se haya dado cuenta.