LUNES Ť 3 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Complicidad
Rehiletes. En el techo del granero, para anunciar el viento. En las esquinas de las cercas indicando la siembra. En los patios del pueblo, para entretener niños y atarantar colibríes. Ni una casa fallaba en tener además clavado al menos un rehiletito en la tierra de una de las macetas de la fachada. Eramos gente acostumbrada al viento. En ese tiempo hubo mucho.
El ranchito donde nací quedaba al lado del viejo molino, siempre en actividad y parte de la vida familiar. Se me figuraba como otro rehilete. Lo mismo el dichoso generador eólico que puso el gobierno para electrificar, de manera bastante sincopada, los pueblos de la ventosa región baja.
La gente perdía papeles, sombreros, billetes, cuando subían las ráfagas de la costa pacífica a través del desierto y llegaban ya desordenadas en remolinos, soplando para todos lados, trayendo lluvia o llevándosela. La ropa se tendía amarrada a los alambres.
Hay una foto en la que aparezco sentado en el agua a la orilla del río; no llego al año, una edad anterior a la memoria. Hace sol. Me habrá sentado allí mi madre para refrescarme. Quizás ella tomó el retrato. En segundo plano, donde empieza la vegetación, se ven la espiga y las aspas de un rehilete en movimiento y por tanto borroso en la fotografía.
Dejamos el pueblo a mis seis o siete años, y la primera reminicencia, lo único que verdaderamente conservo de entonces, es el viento. Utilitarios, de adorno o juguetes, en las imágenes que me vienen al sueño o a la memoria aparecen rehiletes de diferentes tamaños.
El desierto no es mejor ni peor que otras partes para vivir. Allí estábamos. Un sitio extremoso, tórrido y asfixiante en la canícula, helado y rabioso en el corto invierno. Y templado. Sobre todo templado. Por eso las familias vivían a gusto en general. Las mujeres habían adaptado su coquetería y vestimenta a los que nadie llamaba caprichos del viento, pero eran. Mi padre siempre dijo, y mi madre le daba la razón, que no había mejor espectáculo que ver pasar las abundantes faldas blancas y los rebozos como banderas cuando caminaban por las calles las muchachas del pueblo.
Los niños mayores eran maestros en el arte de volar papalotes. Yo estaba demasiado bodoque para que me prestaran el hilo. Todavía el mero día que emigrábamos a la ciudad, corrí al llano a ver volar por última vez los fantásticos papalotes de los niños que se quedaban. En ese momento adquirí el incurable vicio de la nostalgia.
Mi padre dejaba el molino con un sentimiento, hoy sé, muy parecido. Por él, nunca nos hubiéramos ido, pero la producción había caído a niveles insostenibles y el molino tuvo que cerrar.
Años después, en una etapa de la infancia ya dentro del país de mis recuerdos, caminábamos por las calles del Centro mi padre y yo. El hablaba, como tantas veces, del viento, y en seguida se lamentó del tiempo y me dijo no te fíes del tiempo, se va desde el primer momento y nunca, nunca regresa.
No se crean que era un hombre desencantado. Siempre peleó, en el molino primero, y cuando no hubo manera de ganar, trajo acá su disposición de lucha y no la perdió nunca. Salimos adelante y yo pude estudiar. Pero él extrañaba el viento. Aquellos barrios y colonias de la capital, las vecindades, las unidades, los talleres de costura (o de calzado, como el nuestro), los tianguis, no conocieron más que tolvaneras, una décima parte del airón magnífico de nuestros viejos tiempos.
Recuerdo un sábado que, cruzando La Alameda, se detuvo a comprarle a un globero un rehilete y con muda emoción me lo puso entre las manos. El sabía que algún lugar íntimo y profundo de mí compartía su sentimiento secreto. Esa complicidad, esa herida común, selló entre nosotros un amor más allá de las palabras y el tiempo. El viento me dio a mi padre. ƑQué más cabía soñar, qué mejor regalo a esa, y a cualquier edad?