Jornada Semanal, 2 de septiembre del 2001

 

EL BRASIL BRASILEIRO (I)

En el verano de 1986 pasé una tarde en la playa de Porto Seguro, en compañía de Carlos de Araujo, bahiano de tiempo completo asilado en el Leblón carioca, poeta, narrador, abogado de traje de lino blanco y corbata de moño, hacendado víctima del derrumbe del precio del cacao, alegre frecuentador del terreiro de macumba dirigido en aquellos años por la sabia Madre Dulce (en las reuniones solemnes, Carlos tocaba el tambor siguiendo el ritmo de los latidos del corazón) y glosador humorístico y heterodoxo de la historia de Brasil. A esa playa llegó, en el año de 1500, el almirante portugués Pedro Álvarez Cabral que andaba de viaje rumbo a las Indias Orientales y, de repente, descubrió la tierra del “palo de Brasil”, que unos años después daría a la pequeña madre patria, oro y plata, azúcar, café, cacao y una cabaña ganadera que creció con gran rapidez en las tierras del Sur. Comentaba Carlos que los ganaderos “gauchos” de mediados del siglo xix eran tan pretenciosos que contaban su ganado por el número de patas. De esta manera, las cifras siempre superaban a las de sus competidores de Argentina, Uruguay y Paraguay.

Esa noche, bebiendo caipirinhas en la veranda de la casa de inspiración javanesa de la fazenda que Carlos tenía en Camacá, pequeña villa cercana a Itabuna y a Ilheus, la capital de la región cacaotera de Brasil que dio una gran cantidad de temas novelísticos a Jorge Amado, hablamos de dos libros indispensables para entender al Brasil histórico y al contemporáneo: Casa Grande y senzala del antropólogo Gilberto Freyre, y Raíces de Brasil de Sergio Buarque de Holanda. Ambos contienen todo el repertorio de reflexiones sobre el ser de Brasil que despertó el intenso movimiento revolucionario de 1930. Las visiones de los dos autores son, a la vez, opuestas y complementarias. Freyre habla del Brasil colonial e imperial, de la sociedad agraria que tenía como eje básico a la fazenda productora de azúcar (cultivo que se inició en el siglo xviii), de la Casa Grande de los señores, de la senzala en la que sobrevivían los esclavos negros y del pelourinho en el cual padecían el castigo a su desobediencia o a su pereza. Freyre establece el paralelo entre esta forma de explotación agrícola y de organización social con la del sur de los Estados Unidos de América y su visión de la fazenda muestra algunos aspectos, a mi entender, empañados por la nostalgia de la infancia que jugaba en los pasillos de la casa familiar en Pernambuco.

En ambos libros podemos recorrer los caminos de una historia llena de contradicciones, grandezas y errores, marcada por la esclavitud engendradora de la más radical de las desigualdades. El mestizaje cultural se dio entre lo africano y lo europeo. Lo indígena ocupa en este arduo proceso un lugar secundario.

Producto de este formidable mestizaje es la feijoada, robusto plato que los brasileños ofrecen aun en los días más calurosos y que contiene una afortunada mezcla de frijol negro, arroz blanco, farofa (harina de mandioca), “carne de sol” (cecina), cabeza de cerdo, cove (una especie de grelo) y gajos de naranja. El origen de estas delicias se encuentra en la Casa Grande, pues las sobras de sus banquetes llegaron a la senzala y ahí se convirtieron en el plato más famoso de la cocina brasileña. La samba y sus tambores venidos del corazón de África se consolidan gracias al mestizaje y lo mismo sucede con algunas artesanías como la de las hermosas “pencas”, formadas por adornos de plata que se colgaban al cuello de las esclavas sumisas y productivas. El último era la figa de la suerte. Cuando la esclava moría, su “penca” era vendida para pagar los gastos del funeral. El aspecto principal del mestizaje es el religioso, pues los africanos trajeron a América a sus orixás y los sincretizaron con los santos y las grandes personas del catolicismo. En la macumba, el candomblé, la santería, el vudú, los orixás como Ochú, Ochalá, Changó, Obatalá y Yemayá, se unen a Jesucristo, la Virgen madre o Santa Bárbara para formar una religión híbrida en cuyo fondo se agitan las poderosas presencias africanas. Con Carlos de Araujo fuimos a Salvador de Bahía para asistir a las ceremonias del lavagem del atrio del santuario del Señor del Bomfin y, en medio de las hermosas mulatas ataviadas con las blancas randas portuguesas que desfilaban bailando hacia el templo, sentimos la palpitación mágica de un dios de las planicies africanas.

Casa Grande y senzala contiene prodigiosas descripciones de la vida brasileña y su inteligente conservadurismo no pretende establecer verdades inapelables sino propiciar el diálogo y la discusión. El libro de Buarque de Holanda, padre del gran compositor y cantante, Chico, profundiza en las raíces del inmenso Brasil, estudia las diferencias que se dan entre la colonización española y la portuguesa, la bula papal que estableció los límites y el acuerdo firmado entre los dos imperios para liquidar el formidable proyecto utópico plasmado por los jesuitas en las reducciones de Paraguay.

Esa noche fuimos a un cine al aire libre que funcionaba en Itabuna. Vimos una copia bastante dañada de la película mexicana La reina del trópico y, haciendo a un lado el horrendo guión, la torpona dirección, la infinita cursilería, los desfiguros del redicho Barreido y la melcochosa actuación de Luis Aguilar, gozamos el caribeño balanceo del caderamen llevado hasta la perfección por María Antonieta Pons y la impecable, como siempre, caracterización de un personaje popular hecha por doña Emma Roldán. Los subtítulos en brasileiro constituían una acertada antología del despropósito.

De regreso a Camacá, la radiodifusora de Ilheus transmitió música interpretada por la orquestota de Ray Anthony. Escuchar “Blue velvet” en medio de la noche bahiana nos produjo una especie de enervamiento. Por los campos y entre los cacaotales se deslizaban los orixás bailarines y la canción del norte se sincretizó con la samba. Por el cielo andaba el cruzeiro do sul.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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