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México, D.F. domingo 2 de septiembre de 2001
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Editorial
 

LA IRREALIDAD DEL PODER

SOLAyer por la tarde los sectores ciudadanos que se mantienen atentos al acontecer político del país asistieron a una extraña repetición del ritual presidencialista por excelencia del viejo sistema político mexicano: el Informe de gobierno. Pudieron constatar que, salvo el hecho de que el actual jefe del Ejecutivo es de extracción panista, se hicieron presentes en San Lázaro todos los rasgos de los viejos informes: discordancias regulares entre las realidades nacionales y el triunfalismo de las cifras; espíritu cortesano convertido en reglamento --el cual exige al Legislativo conformar sendas comisiones "de cortesía" para ir a buscar al Presidente a Palacio Nacional y para recibirlo en la sede del Congreso de la Unión-- y una conjunción de monólogos que se vuelven omnipresentes gracias a una movilización mediática desbordada y desproporcionada.

Tal vez la clave de este desconcertante déjà vu la haya dado el mismo presidente Fox cuando admitió, en un momento de su discurso, que la alternancia no necesariamente se traduce en cambio y cuando reconoció que la voluntad presidencial no basta para transformar las prácticas -es decir, los vicios- de la administración pública. 

En efecto, por lo que pudo percibirse ayer, los usos y costumbres de la clase política en su conjunto permanecen lamentable y crecientemente ajenos a la sociedad, la economía y las estructuras políticas reales, igual que en la tecnocracia terminal priísta reciente. 

Independientemente de las intervenciones -atingentes o pintorescas- de los representantes de las facciones parlamentarias partidistas, pronunciadas en ausencia del titular del Ejecutivo, el mensaje de éste y la respuesta de Beatriz Paredes resultaron, el primero, un reflejo fiel de la escasísima acción gubernamental de los últimos nueve meses, y la segunda, una exaltación institucional del Legislativo que no faltó a la tradición de complacencia hacia el Presidente en turno y que, a la luz de los magros y decepcionantes resultados de la actual legislatura, resultaba improcedente y fuera de lugar. 

La crítica situación del campo y del empleo, por una parte, y la desastrosa reforma constitucional en materia de asuntos indígenas fraguada y aprobada por el Legislativo, por la otra, habrían debido llevar a los dirigentes de ambos poderes a realizar, ayer, una revisión autocrítica y a replantear sus formas y hábitos de operación. 

Por desgracia, en la ceremonia de apertura del periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión se hizo evidente que el cambio aún no ha llegado y que en el país siguen casi intactas, a pesar del 2 de julio de 2000, la disociación entre la clase política y la realidad y, en términos generales, la arrogancia y la ceguera del poder.
 

 

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