DOMINGO Ť 2 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
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Ť Eduardo Galeano

Mapa del tesoro

Una manchita de color púrpura vino creciendo desde más allá de la llanura.

El automóvil se detuvo ante la casa de Carlos Díaz, el médico del cuartel de Paraguarí. En estos parajes jamás se había visto un coche así, tan inmenso y brillante y de color tan raro. El automóvil venía desde muy lejos, desde una gran hacienda a orillas del río das Mortes, en el Mato Grosso, pero parecía recién salido de la fábrica o del sueño. Ni el polvo de los caminos se había atrevido a tocarlo.

Dos brasileños jóvenes, intactos como su auto, traían a un paraguayo viejo, que se caía a pedazos:

-Revíselo, doctor, que se siente mal.

El médico le puso el estetoscopio en el pecho y le escuchó el corazón, que latía por gentileza.

Los brasileños le ofrecieron unos cuantos billetes, para que los acompañara hasta el fin del viaje; y allí marchó el médico.

Demoraron en llegar. A campo traviesa, el invulnerable automóvil se abrió paso hasta un rancho de terrón y paja, perdido en las soledades de esas tierras sin nadie.

-Yo bajo solo -dijo el viejo. Y malandando se metió en el rancho.

La espera fue larga. Los perros flacos se cansaron de ladrar y las gallinas entraron en confianza y andaban picoteando entre las ruedas. Dormido al sol, el auto hervía.

-Entre usted, doctor, a ver qué pasa.

En la penumbra del rancho, el médico encontró al viejo tumbado en un catre. Dos mujeres le estaban poniendo trapos mojados en la frente. El viejo murmuró:

-Esta es mi casa, doctor. Aquí me quedo. Dígales que me perdonen, si pueden.

Los brasileños pusieron el motor en marcha y llevaron al médico de vuelta a su casa.

Iban mascullando la bronca. Le contaron que el viejo venía trabajando de peón en la hacienda desde hacía más de treinta años, y una noche les habló del tesoro. El mariscal López había enterrado un arcón lleno de monedas de oro, cuando iba perseguido por los invasores que lo mataron, y él conocía el lugar, nadie más lo sabía: el abuelo, que era soldado de López, se lo había dicho al oído, en el último suspiro. En sus años mozos, dijo el viejo, él había escarbado mucho pozo buscando, pero se precisaba un detector.

Y ellos le habían creído, al principio no, pero después sí, y habían mandado traer desde Estados Unidos un detector que era el último grito de la tecnología y se habían venido hasta aquí, con el detector y con el viejo.

-Dos semanas viajando, para esto -dijo el que manejaba.

Y el otro:

-Viejo tramposo. Si nos decía que quería morir en su casa, le pagábamos el pasaje. No le íbamos a negar ese favor.

Ese favor, repitió el médico en silencio. Y sonrió.