Trabajos de amor perdidos
No puede uno dejar de simpatizar con la causa perdida
del arzobispo emérito de Zambia, Emmanuel Milingo, quien ha visto
fracasar su empeño de amor postrero con su desposada coreana María
Sung, al ser fulminado por el índice admonitorio del cardenal Josef
Ratzinger, jefe de la Congregación de la Santa Sede para la Defensa
y Propagación de la Fe, mejor conocida antes como Santa Inquisición.
Sergio Ramírez
Milingo, célebre por sus curas de santería,
exorcismos y sahumerios para alejar del cuerpo de los posesos a los diablos
que engendra la noche africana, cargada de pólenes sagrados, y que
a su edad una vez bailó danzas zulues en un concierto de rock de
Lucio Dalla, ¡atento al lobo, Milingo!, ha tenido que rendirse ante
el peso de la autoridad papal. Desafió a la Iglesia decidiendo casarse
con María Sung, menor que él en edad, porque se sentía
muy solo allá en su palacio episcopal de Lusaka, acordándose
quizá de que ya alguien había dicho, hace muchísimo
tiempo, que no es bueno que el hombre esté solo.
No sólo en el Génesis está escrito ese sabio dictado, sino que pertenece a la propia tradición religiosa africana que eleva al sitio más alto de sus altares a las diosas de la fecundad y a los dioses bien dotados del infalible poder de engendrar. De modo que para Milingo, quien viene de esa cultura ancestral en la que la monogamia, y ya no se diga el celibato, es vista como algo exótico, volver a la soledad de la que tanto se quejaba resulta un alto precio a pagar, y más aún decirle a la esposa burlada que la querrá de ahora en delante de lejos, y sólo como hermana, sometido de nuevo a los dictados milenarios de la santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Un amor complicado, ya se ve, que no ha terminado de manera feliz, con una jalada de orejas al novio que declara su arrepentimiento y una huelga de hambre de la novia en pleno calor de agosto en un hotel de Roma, el mejor regalo veraniego que pudieron recibir los paparazzi. Y tan contentos que se veían los novios en su foto de bodas en Nueva York. Ella, por supuesto, de velo y corona; Milingo, de riguroso frac, corbata blanca y pechera almidonada, con cara de dicha sorprendida, como un abuelo que ha estado a punto de llegar tarde no a su propia boda sino a la de su nieto.
¿Por qué caminos llegó Milingo a convencerse de que el juego del amor debía ser para él tan a ciegas, nada menos que casarse en una ceremonia colectiva, entre miles de contrayentes más, con una mujer a la que nunca en su vida había visto antes? Se necesita para esto que el espíritu de un adolescente viva en las carnes de un anciano, un abuelo que se comporta como su nieto. No importa que la novia haya sido escogida personalmente para él por el reverendo Sun Myung Moon, sumo sacerdote de la iglesia de la unificación, quien entre otros de sus muchos oficios, algunos de ellos tenebrosos, se dedica a casar parejas de todo el mundo que no se han visto las caras ni en fotografía.
Es aquí donde Milingo nos confiesa que se sentía muy solo, cansado de trabajar por más de treinta años entre los enfermos y necesitados, en medio de las graves dificultades que padece un país cada vez más pobre como Zambia, y entonces aceptó la oferta de la secta Moon de conseguirle una novia y arreglar su matrimonio. Uno de esos juguetones demonios africanos suyos le hizo olvidar su voto de celibato por obra de encantamiento. A los setenta y un años de edad se sintió poseído por una ilusión de libertad que resultó, a la postre, efímera.
La secta Moon, dueña de hoteles, casinos, bancos
y periódicos, perdió esta tercia histórica frente
a la Santa Sede, y Milingo ha tenido que renunciar a sus arrestos nupciales
ante la amenaza de inminente excomunión. Excomulgado, ya podía
irse preparando para arder en las llamas del infierno, no importa que el
mismo Papa que lo ha llamado al orden haya dicho que el infierno no existe
mas que en el alma de los mortales, y no como lugar físico de tormentos.
Ya ha empezado a conocer sus tormentos al anciano Milingo,
al despedirse tan abruptamente de las dichas que ahora no dejarán
nunca de visitar sus recuerdos, esa memoria en penumbra de los cuerpos
donde el infierno se parece tanto al paraíso.