jueves Ť 30 Ť agosto Ť 2001

Soledad Loaeza

Deshojando la margarita

Mucho hablamos de todo lo que nos falta para concluir la democratización de nuestro sistema político. Grandilocuentes que somos, se nos llena la boca de exigencias y anuncios a propósito de la reforma del Estado, pero preferimos no mencionar la otra cara del éxito del cambio ocurrido en julio de 2000, que es el rechazo a la violencia como instrumento de lucha política. El hecho de que 64 por ciento de los mexicanos mayores de 18 años hayamos ido a las urnas en lugar de atender los llamados de grupos armados, cuando menos a la abstención, es una prueba de que la mayoría de los mexicanos creemos que el reformismo, la participación electoral y partidista, y la democracia representativa son los únicos mecanismos que garantizan nuestras libertades fundamentales. Este mismo rechazo a la vía de las armas y a las fórmulas revolucionarias se expresó todavía con más fuerza en 1994, cuando votó cerca de 78 por ciento del electorado. Ese año fue aún más claro el significado del sufragio como repudio a las armas -aunque sean de madera- para resolver el conflicto político y la lucha por el poder, pues fue emitido a la sombra del emotivo entusiasmo que en muchos despertó el levantamiento zapatista del primero de enero de ese año.

Pese a estos inapelables testimonios de la mayoría de los mexicanos, una amplia franja de la izquierda mexicana -que incluye a miembros del PRI y del PRD-, algunos panistas tránsfugas de la teología de la liberación, el gobierno de la capital y hasta miembros del gobierno federal muestran una enorme ambigüedad frente a la violencia. En lugar de condenarla sin restricciones ni condiciones, se comportan como enamorados confusos que dejan en manos de la naturaleza la respuesta a si la violencia política es aceptable. Más bien pretenden explicarla con razones sociológicas y morales, y cuando lo hacen, de hecho la justifican y también la legitiman, socavando con ello las bases de su propia autoridad. De ahí que la afirmación del secretario de Defensa en la Cámara de Diputados de que la pobreza es el origen de la guerrilla resulte fuera de lugar. La función del secretario de Defensa es prevenir el recurso a la violencia por parte de grupos ajenos al Estado, cuya preservación es responsabilidad de las fuerzas armadas. Dejemos a la academia la explicación de las causas de la violencia política, para que no parezca que la propia autoridad la avala.

Quienes mantienen tímido silencio o precavida ambivalencia frente a la lucha armada parecen olvidar que las revoluciones nunca han dado a luz regímenes democráticos. Más prueba que la propia experiencia mexicana del siglo XX no habría que dar. Para enfatizar el argumento acerca de la relación umbilical que une a los autoritarismos con los movimientos revolucionarios podríamos citar ejemplos más extremos: la Unión Soviética, China, Cuba, Kampuchea. Las sangrientas dictaduras latinoamericanas de los años setenta están directamente vinculadas con propuestas revolucionarias y estrategias guerrilleras. Nicaragua no acaba de pagar el costo de la revolución sandinista -con todo y el precio del intervencionismo de Estados Unidos- y ya muchos hablan de la reinstalación de un régimen oligárquico en el que lo único nuevo serían las caras de quienes lo dominan.

Uno de los primeros pasos que dieron los partidos de la izquierda europea para afianzarse en los regímenes parlamentarios modernos fue renunciar a la lucha de clases, a la dictadura del proletariado y a la vía revolucionaria. La socialdemocracia alemana se comprometió con los mecanismos de la democracia parlamentaria desde mediados de los años cincuenta; a partir de entonces se inició un sólido proceso de recuperación y se convirtió en una organización política central en la República Federal y en Europa. En los setenta, los jóvenes del Partido Socialista Español, encabezados por Felipe González, entendieron que la modernización del partido y la conquista del poder pasaban por la renuncia a la vía revolucionaria; también lo vieron así los comunistas italianos, cuando proponían un "compromiso histórico" con los democratacristianos.

Sin embargo, en México preferimos ignorar estas lecciones. A excepción de Acción Nacional y del secretario Creel, ante la vía de las armas y los conatos de terrorismo -por juguetones que a algunos parezcan- la mayoría de los actores políticos optan por una insidiosa ambivalencia que mina las frágiles bases de la flamante democracia mexicana. Ya no pueden explicar su ambigüedad sobre el tema con el argumento de que las autoridades no tienen un origen legítimo; es una irresponsabilidad descargar la culpa que provoca la desigualdad social justificando el recurso a la violencia; para no hablar del inmoral oportunismo del argumento, por demás contradictorio, de que el partido que se deslinde de la violencia lo pagará en las urnas. La negativa de muchos a condenar la lucha armada y la guerrilla también podría explicarse por nostalgia frente a "lo que no pudo ser". Pero la resignación que nos sugieren tiene un precio muy alto, porque supone también renunciar a vivir en un verdadero régimen de derecho, porque como dicen los franceses: Tout comprendre, c'est tout pardonner.