Ť En retenes, los militares utilizaban a madrinas para identificar a agitadores
En Atoyac, el temor a represalias impidió que se denunciara la mayoría de las desapariciones
Ť Celia Piedra aún no renuncia a localizar a su esposo, detenido por el Ejército hace 26 años
BLANCHE PETRICH ENVIADO
Las batidas del Ejército y su caudal de muertos y desaparecidos estaban frescas en la piel de la gente en la sierra de Atoyac en 1975, cuando se anunció la gira del entonces presidente Luis Echeverría a Paraíso, un pueblo enclavado en el corazón del conflicto. En su pueblo de la costa, San Jerónimo, Celia Piedra de Nájera copió una vez más la denuncia del secuestro y desaparición de su esposo, el maestro Jacob Nájera Hernández y hasta allá llegó, con su papel en la mano.
Ya oscurecía cuando el mandatario de guayabera asomó al balcón del palacio municipal. En la plaza se habían congregado cientos de mujeres que lo miraban fijamente. Cada una llevaba un papel, con la denuncia de un hijo, un hermano, un marido secuestrado.
Los militares del Estado Mayor se percataron que la situación era delicada. El acto se aceleró. Echeverría abrevió su discurso. Inesperadamente, la guardia presidencial formó un cordón bajo el palco, los vehículos del convoy se alistaron y el presidente, en lugar de bajar por las escaleras del edificio, donde ya se agolpaban las mujeres, saltó del balcón y huyó. "Nunca me voy a olvidar de ese brinco". Celia recuerda que las mujeres corrieron tras los visitantes, blandiendo sus denuncias. Los ayudantes recogían los papeles de manera desordenada, deprisa. "Los han de haber tirado en el camino", cree ella.
El delito de Jacob: "agitar"
Jacob Nájera Hernández militaba en el Movimiento Revolucionario del Magisterio, en el Partido Comunista de Otón Salazar. No participó con Lucio Cabañas en el Partido de los Pobres. Era maestro y no sabía quedarse callado. Cuando recibió de la SEP un oficio reclamando que dedicaba demasiado tiempo a "agitar", él respondió con otra carta en la que se quejaba por su salario de hambre.
Durante las vacaciones del verano de 1974 recibió una advertencia. Isidro Galeana Abarca, comandante de la Policía Judicial en la Costa Grande, lo andaba buscando. Eran tiempos de guerra en Guerrero. El gobernador electo Rubén Figueroa -Figueroa el viejo, lo llama Celia- estaba secuestrado, en poder de las fuerzas de Cabañas. El Ejército arrasaba con todo, sospechosos y no sospechosos. Pero el maestro Nájera desestimó las amenazas. Le decía a Celia, su esposa: "Quien nada debe nada teme. ¿De qué me voy a estar escondiendo?" Hasta el director de su escuela trató de ponerlo sobre aviso el día en que reanudaron las clases. Celia iba camino a la escuela, para ver si era cierto que andaban esperando a su marido, cuando se cruzó con dos carros sin placas, repletos de hombres armados. Iban por Jacob. Corrió de regreso, pero ya era demasiado tarde. A empellones sacaban al maestro de su casa. Melina, la hija mayor, apenas tenía siete años y se aferraba al pantalón de su papá. Los cuatro niños lloraban a grito vivo. Al final se lo llevaron en los carros que enfilaron hacia la carretera rumbo a la sierra.
Los caminos del sur
Celia Piedra fue a ver a Galeana. El viejo judicial reconoció que él lo había mandado detener y que lo había entregado al Ejército. Los maestros fueron a ver al comandante de la Zona Militar de Atoyac, general Eliseo Jiménez Ruiz. Ahí se los negaron.
Y empezó la búsqueda interminable. "En la costa no hubo muchos desaparecidos, aunque ya se escuchaba que en la sierra la situación estaba muy grave. Pero nunca me imaginé qué tan grave hasta que empecé a conocer las cosas de primera mano".
Buscando a Jacob, Celia llegó ese día a Paraíso, a la gira de Echeverría. "Tanta señora con su papelito en la mano. Veía a una y le preguntaba:
-Oiga, ¿y usted a qué viene?
-Pues es que a mi hijo lo desaparecieron -me contestaban. Y así una y otra. Me dije: no, pues entonces hay mucho desaparecido. Así me topé con Margarita Cabañas. Buscaba a su esposo Miguel Nájera Nava. Nos hicimos amigas.
En Chilpancingo, en la universidad, las dos mujeres encontraron respaldo para su trabajo. Ambas sentaron las primeras piedras del comité de familiares de desaparecidos del estado. Juntas tomaban el autobús o camionetas hasta Atoyac y de ahí caminaban a los pueblos: San Juan de las Flores, Santiago Unión, Camarón, San Vicente de Benítez, San Vicente de Jesús, Salto de Agua. De casa en casa iban recogiendo historias. Escuchaban testimonios desgarradores, inclusive de niños desaparecidos. Pero para las mujeres que quedaban solas a merced de los soldados que habían militarizado la zona una cosa era contar su tragedia en confianza, entre compañeras, y otra muy distinta denunciar y brindar testimonio público. Por eso los expedientes de la guerra sucia en Guerrero eran tan escuetos e incompletos. Por eso hay tantos hilos sueltos todavía.
Entre muchas otras, hay una anécdota de esos años de guerra que Celia recuerda: "Los caminos de la sierra pasan todos por un crucero que se llama El Conchero. Ahí había un retén. Era bien sabido que los federales a veces usaban a los desaparecidos como madrinas, los metían al autobús que subía a los pueblos serranos y desde ahí señalaban a gente que después caía. Les ponían el dedo, pues. Así fue como cayó un muchacho, señalado por un madrina en el autobús. Otro día, el hermano de ese muchacho se subió ahí mismo, en El Conchero. Y el mismo madrina lo señaló. Ya lo ibann agarrar cuando se saca una pistola de debajo de la camisa y ahí mismo mató al soplón. Los agentes se le fueron encima a golpes pero el jefe de ellos les dijo: Déjenlo, hombres así ya no quedan. Y el muchacho se salvó".
Otro día Celia llegó hasta las oficinas del mero Figueroa el viejo. Fue a través de una señora de Huitzuco, Antelma Jardón Vicario, tía del gobernador. A ella también le habían desaparecido al marido. Le ofreció a Celia llevarla al palacio de gobierno. Y allá fueron. Apenas la vio, Figueroa le dijo jovialmente. "¿Que te trae por acá?". La Antelma le respondió: "¿Qué qué me trae? Que tu gente me desapareció a mi marido y al de esta señora". El gobernador le contestó: "Al maestro Jacob éste ni lo conozco. Pero a tu marido lo voy a buscar hasta por debajo de las piedras". Bueno, pues hasta la fecha ese tío político del hombre fuerte de Guerrero sigue desaparecido.
Esa fue la única vez que Celia vio personalmente a Figueroa. Nunca le concedió audiencia al comité de familiares.
Dos piedras
Sola con cuatro niños pequeños, Celia empezó la batalla por la vida: vendía fruta en el mercado, tamalitos en el zaguán, mole el día de fiesta. Así sacó adelante a su prole. Melina es maestra; Jacob, arquitecto; Daniel estudió ciencias de la comunicación y Horacio, el más pequeño, derecho.
Un día, de la caseta telefónica de San Jerónimo la mandaron llamar. Era una señora de Monterrey que se apellidaba igual que ella, Piedra: "Mire, yo tengo un hijo desaparecido. Vi un desplegado con su nombre en el periódico. Me pregunto si no seremos parientes".
No lo eran, claro. Celia le contestó riendo: "Aquí en mi pueblo hay más piedras que en el río". Pero Celia y Rosario se hicieron más que parientes, hermanas. En ese momento la lucha del comité guerrerense se encadenó con las de otros estados.
"Peregrinamos juntos todos, así nos fortalecimos. Así hicimos nuestras huelgas de hambre. Así seguimos."
Han pasado 26 años y como todas las doñas de los distintos comités de desaparecidos, Celia es fiel a la consigna: "Vivos se los llevaron, vivos los queremos".
Se trata de una posición política de fondo que ella razona así: "Cuando lo secuestraron tenía 34 años. Estaba bien de salud. Si yo estoy entre los vivos, él debe estar igual, yo lo presiento en mi corazón. Yo al gobierno no le pido huesos, le exijo que me entregue a mi esposo".