MARTES Ť 28 Ť AGOSTO Ť 2001
Pedro Miguel
Identidad
Una de las ventajas dolorosas de la modernidad, o una de sus desventajas placenteras, es que ha difuminado la esencia de la persona y hoy mismo los científicos trabajan en fórmulas que permitan disolverla por completo. El nombre, el sexo, la nacionalidad y el código genético, referencias individuales que hasta hace poco parecían inamovibles, pueden cambiar con procedimientos quirúrgicos o judiciales cada vez más simples y la perspectiva de resucitar antepasados, o al menos de crear réplicas de ellos a partir de una pizca de DNA recuperado de sus sarcófagos, significa un rasguño en el absoluto de la muerte. A este paso, el tema de la identidad dejará de ser trascendente (como están dejando de serlo la religión, el sexo y la ideología) y se volverá asunto de supermercado. En este nuevo contexto, Martin Guerre, la Papisa Juana y el Hombre de la Máscara de Hierro perderán su poder de evocación y se convertirán en narraciones tan impracticables como lo sería la historia de Ulises y Penélope si en los tiempos de Troya hubiese habido correo electrónico y servicio de larga distancia.
Producir un humano requiere, hoy en día, menos disposición amorosa (o por lo menos, lúbrica) y más hojas de cálculo para estimar el resultado: es dable combinar los espermatozoides de un notario difunto con el óvulo de una lapona distante, implantar el resultado en un útero de alquiler, esperar nueve meses y entregar el producto final a unos padres adoptivos. La criatura crecerá sana y fuerte, y cuando llegue a la adolescencia descubrirá que su identidad de género es contraria a su anatomía, y que si la registraron Luisa en realidad quiere llamarse Federico; si la educaron en la religión hebrea se unirá a los Jews for Jesus, y si creció católica saldrá corriendo en pos de un orisha y rezará en yoruba. Si la madre era hilandera el nene saldrá paracaidista, y si el progenitor tocaba la guitarra la hijita adorará los balances contables, o al revés. A fin de cuentas, la iluminación y la conversión han dejado de ser actos únicos e irrepetibles y pueden adquirirse en paquetes de seis.
En semejante circunstancia resulta invaluable la sabiduría providencial del idioma español, que distingue entre ser y estar, y permite giros y matices definitorios que no son practicables en otras lenguas romances o, en general, indoeuropeas: más a tono con el eterno tránsito personal al que invita la modernidad, los hispanohablantes podrán decir estoy mujer, estoy de derecha o estoy franciscano, sin que ello implique indeseables compromisos de largo plazo.
La incertidumbre, la libertad y la banalidad se han vuelto muy amigas. No está lejano el día en que, gracias a la manipulación genética, un ministro pueda pasar un fin de semana convertido en tortuga y experimentar, en la realidad multimedia, un escenario de hipotética reencarnación: libertad pura. La incertidumbre viene cuando la sociedad se descubre incapaz de distinguir la diferencia entre un funcionario y un reptil quelonio. Pero se trata de una diferencia banal, porque incluso ahora, cuando aún no se ha superado del todo las dificultades técnicas de tales metamorfosis, a una buena parte de los servidores públicos les viene bien la descripción siguiente: "criatura de cuatro extremidades cortas y cuerpo protegido por una concha dura que cubre la espalda y el pecho, dentro de la cual pueden retraer la cabeza, las extremidades y la cola".