LUNES Ť 27 Ť AGOSTO Ť 2001

¿Qué fue, qué debe ser primero?

Ť LUMBRERA CHICO

¿Qué fue primero? ¿La corrida o la crónica? ¿La fiesta brava o sus críticos? ¿La faena o el aplauso? ¿La verónica o el olé? ¿El fenómeno social y cultural de la afición a la lidia a muerte del ganado de raza o el registro escrito del mismo en anales y efemérides con una perspectiva histórica que se prolonga ya a lo largo de casi cinco siglos?

Estoy en cama y soy día y noche arrasado por los viscosos torrentes de mi primera gripe del siglo XXI y entre el estornudo, la tos y la duermevela me asaltan ideas que luego se reiteran a sí mismas en el sueño y reaparecen de golpe en la vigilia, pobladas de imágenes de horror que me remiten a la misma pregunta.

¿Si no hay fiesta de toros puede haber crónica de toros? ¿Debemos los cronistas pasar el resto de nuestra existencia consignando cada domingo las miserias de la decadencia y la corrupción inmutables que se nos ofrecen como horizonte único?

A pesar del delirio atizado por la fiebre reviso las preguntas del párrafo inicial de esta nota y descubro una trampa involuntaria que deseo mostrarle al desprevenido lector. ¿Qué fue primero, la verónica o el olé? Las fiestas de toros surgieron entre los siglos XII o XIII, en la etapa final del medioevo español y eran, de principio a fin, gestas en las que intervenían los jinetes guerreros con sus lanzas y alabardas y los toros salvajes que vagaban por los montes de lo que ahora se conoce como el País Vasco.

No fue sino hasta las postrimerías del siglo XV, alrededor de la invasión de América y la simultánea unificación de los reinos de Castilla y Aragón, cuando esta extraña práctica fue adoptada por la corte de Isabel y Fernando. Pero el apogeo de las corridas a caballo se produjo a principios del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II. Cuando, décadas más tarde, los franceses desplazaron a los españoles del trono de Madrid, la fiesta brava fue proscrita como celebración oficial de la corte.

Sin embargo, el gusto por las corridas había arraigado hondamente en el pueblo llano, y la fiesta brava renació en las capeas de pueblo donde, a falta de las jacas de los príncipes, entraron en escena los jamelgos de los carniceros, que dieron origen a los modernos picadores. Aquellos compraban los toros, los masacraban a puyazos, luego permitían que el público saltara al ruedo y los matara con hachas, espadas, cuchillos y demás instrumentos de tortura. Por último vendían la carne como alimento.

Esta expresión del primitivismo ibérico se trasladó a América desde 1526, pero en España fue enriquecida a finales del siglo XVIII con la incorporación de rutinas circenses que Goya retrató como nadie. Sólo a mediados del XIX la lidia sería dividida en tres tercios, mediante el uso reglamentario del capote y la muleta. Por lo tanto, la verónica apareció en el universo taurino mucho tiempo después del olé.

Concluida la divagación, propongo desde el hule una nueva pregunta. ¿Qué debe ser primero, el último fraude empresarial en contra de un público prácticamente inexistente, o la última crónica de tan repugnante suceso?