Nikos Engonópoulos
Versión de Francisco Torres Córdoba De los poetas reunidos alrededor de la revista Nuevas Letras (1935-1945), dirigida por Andreas Karantonis y órgano de la generación de 1930 a la que pertenecieron Yorgos Seferis, Odysseas Elytis, Iannis Ritsos y Nikos Bretakos entre otros, quienes siguieron con mayor apego y entusiasmo los derroteros marcados por el surrealismo, son tal vez Andreas Embirikos, su introductor en Grecia; Nikos Gkatsos, autor del famoso poema "Amorgós"; y el poeta que ahora presentamos, Nikos Engonópoulos (Atenas 1910-1985), acaso el más ortodoxo de ellos y, por lo tanto, inicialmente el más atacado por la crítica académica y conservadora de la época. Aunque al principio a cierta distancia del grupo, y a pesar de no ser muy extensa, su obra No hablen con el conductor (1938), Los clavicordios del silencio (1939), Bolívar: un poema griego (1944), extenso y complejo poema en el que, gracias a la libertad expresiva recién conquistada aquellos años, el poeta entrelaza la figura del revolucionario venezolano con el espacio y la historia de Grecia; El retorno de las aves (1946), de donde hemos tomado el poema anterior; Eleusis (1948), El Atlántico (1954) y En lenguaje griego en flor (1957) constituyó una importante y vigorosa aportación al movimiento literario de renovación que señaló su tiempo. Fuertemente vinculado con la naturaleza y el carácter de su tierra, recupera, como afirma Elytis, "sin figuras abstractas ni gastados clichés, la memoria del pueblo griego ocupado por los turcos, o la atmósfera de las pequeñas ciudades macedonias y del norte de Grecia", además de un intenso erotismo. Paralela a su trabajo poético, y con la misma seriedad, desarrolló una obra pictórica siempre fiel al surrealismo en la que es reconocible cierta influencia del periodo metafísico de De Chirico. En su extenso ensayo-memoria de la época, "Crónica de una década" (de 1934 a 1944), Odysseas Elytis lo recuerda con afecto y respeto: "En general había logrado combinar la línea revolucionaria con una aristocracia bien entendida. No era de trato fácil. De diez ocasiones, nueve era seguro que te repudiara. Y para nada disminuyendo su nobleza, que le era inherente, sino al contrario, aumentando el sarcasmo. Se mantuvo en una ininterrumpida pobreza con la dignidad de un príncipe. De rostro encendido, ojos brillantes y una voz excepcionalmente imponente, siempre llevaba una delgada cadenilla de oro en el cuello y un grueso anillo de oro en el índice de la mano derecha que era imposible no notar, ya sea cuando hablaba entonces acompañaba sus palabras con grandes ademanes hieráticos o cuando se quedaba callado e inmóvil, con el dedo tenso, igual que las figuras que pintaba y que, en sus mayores elementos, seguían los modelos bizantinos [...] Sólo durante los años de la Ocupación pudimos acercarnos. Entonces todavía soltero, vivía en un extraño sótano de la calle Kipseli que en cualquier momento podía inundarse con el primer chubasco, sin la más mínima calefacción, totalmente solo entre enormes cuadros con cuerpos sin cabeza y armaduras. Sin embargo, siempre impecable. Y recibía a su visitante, que había logrado obtener pasaporte, con la calma de un arconte que no permite que se acerquen los sirvientes para tener él mismo la alegría y el honor de atenderlo..." Francisco Torres Córdova |