Jornada Semanal,  26 de agosto del 2001 
Mercedes Rein
el cuento del domingo

Sábado de noche 

 
Ella espera “una ruptura en la rutina de sus días iguales y limpios”, y sin querer ha propiciado que tiempo y lugar se confabulen para arrancarla de un sábado más mirando la televisión en compañía de su madre, idea que “le había angustiado hasta la náusea”. En pago a su deseo de vivir “algo vagamente violento y desgarrante”, ella se verá envuelta en una situación totalmente inesperada. La uruguaya Mercedes Rein narra magistralmente este sábado de noche a partir del vértigo y la angustia, sin dar a sus lectores ni un solo momento de respiro.

Son las diez de la noche de un sábado lluvioso y frío. Como empujada por el viento que sopla su olor salobre desde la escollera, avanza una muchacha casi corriendo con las manos hundidas en los bolsillos del impermeable. Procura evitar los charcos que la lluvia reciente formó en la acera llena de pozos y baldosas flojas. Al mismo tiempo observa de reojo con recelo las bocas oscuras de los zaguanes que va dejando atrás. De noche la zona portuaria adquiere un aire avieso y turbio. Su leyenda de mala vida flota como una niebla amarillenta en torno a los faroles, en las esquinas aburridas, con su aire de tango y su café.

Ha bajado la cortina de hierro del almacén y se ha encendido una lucecita roja en la puerta de un local del que sólo alcanza a atisbar fugazmente un mostrador en penumbras. No debió quedarse hasta tan tarde en el laboratorio. Los sábados de noche, la soledad comienza a pesar sobre el vetusto edificio. Las sombras se vuelven amenazantes en los largos corredores vacíos. Se oyen voces lejanas, ruidos de la ciudad agitada por conflictos que aterran a su madre. Estudiantes revoltosos, atentados, manifestaciones, huelgas, un mundo distante y próximo a la vez, que le llega como un incesante bramido del mar y no hace más que aumentar su sensación de desamparo. Por eso vuelve a su casa de noche casi huyendo. Y ahora, mientras camina entre los charcos empujada por el viento, evoca con nostalgia el tibio comedor familiar bajo la pantalla rosada que derrama una luz dulce y espesa como un almíbar sobre la mesa de caoba reluciente, con su frutera en el centro y su carpetita de crochet. En el cristalero la platería brilla impecable junto a las copas de cristales de colores. Esa misma tarde, la idea de pasar la noche del sábado mirando la televisión con su madre le había angustiado hasta la náusea. A veces espera algo vagamente violento y desgarrante. Una ruptura en la rutina de sus días iguales y limpios como un cielo sin nubes.

La rutina en sí no es mala. Permite avanzar y ella sabe adónde va. Cree saberlo. Tiene todo el tiempo del mundo por delante. Pero de pronto lo ve, a media cuadra, sentado en el suelo, despatarrado junto a la puerta del bar que forma una ochava en la esquina, bajo un letrero rojo luminoso. Lo ve con su viejo sobretodo negro, las piernas estiradas y la bragueta abierta. Es un negro gigantesco, al que ha encontrado ya otras veces, siempre borracho, diciendo obscenidades. Ahora él estaba allí, como esperándola. Y ella, completamente sola. No había farol en esa cuadra, pero la luz del bar alcanzaba a iluminarla y el borracho la había visto. Su enorme mano de palma rosada y dedos muy largos se agitaba ya en el aire en señal de saludo. Había recogido una pierna y apoyaba el brazo en la rodilla, insistiendo en el gesto amistoso, haciéndole señas de que se acercase.

Ella siente un principio de pánico, pero procura dominarse. Hay gente en el interior del bar. Si grita, la oirán. Tal vez el hombre esté demasiado borracho y no pueda moverse. Tal vez sea inofensivo, después de todo. La muchacha avanza cada vez más lentamente. No se decide a retroceder. Se detiene un instante junto al cordón de la vereda. El viento sopla a sus espaldas empujándola hacia delante. Sus ojos se cruzan con la mirada negra en medio de un círculo amarillento. ¿Qué puede sucederle, después de todo? Un automóvil se detiene por la mitad de la cuadra siguiente. Sus faros alumbran durante un instante la esquina, la figura del borracho en el suelo y la chica que va a bajar la calzada de viejos adoquines irregulares. Después se apagan. Pero ella se ha decidido y cruza la calle con pasos rápidos. Llega hasta la otra acera, donde yace el borracho y vacila un segundo antes de apoyar el pie en el cordón de la vereda. Todas las imágenes que la rodean se le aparecen muy nítidas, intensas, recortadas en la luz rojiza que se expande como una bocanada de vapor junto a la puerta del bar. Adentro hay una atmósfera cálida, amarillenta. Un hombre detrás del mostrador, junto a la caja registradora y, a sus espaldas, varias hileras de botellas. El borracho descubre unos dientes muy blancos. Un hilo de saliva asoma en la comisura de sus labios oscuros y resbala por la barbilla marrón. La muchacha aspira el aire húmedo y pasa junto a él sin mirarlo. Avanza unos metros y va dejando atrás la luz del bar, sintiendo los ojos del moreno clavados en su espalda. Se adentra ahora en la negrura de la noche, casi corriendo, deseando llegar a la otra esquina donde no hay ninguna luz –es un barrio de faroles rotos a pedradas– y todavía faltan tres cuadras para llegar a la parada del ómnibus donde hay otro café, menos siniestro, más concurrido que el que acaba de dejar atrás. Avanza ya sin ver dónde pone los pies. Tan intensa es la oscuridad que en lugar del brillo de la calle mojada parece haber un vacío en el que puede caer de un instante a otro. Pero sigue avanzando a ciegas. Y entonces, súbitamente, una mano se apoya en su brazo y la obliga a detenerse. Son dos hombres, tan próximos a ella que puede ver sus rostros, sentir su aliento rancio, mientras le dicen cosas que no logra entender. Su corazón se ha desbocado. Imágenes vertiginosas cruzan por su mente. Ve el auto oscuro con los focos apagados. Ve a su madre tejiendo bajo la lámpara del comedor. Forcejea por librarse de la mano como un garfio que la arrastra hacia el automóvil. Se debate entre los dos desconocidos y al mismo tiempo se siente lejana, agazapada en el fondo de su conciencia, ajena al grito que se escapa de su garganta. Como un latigazo le llega la idea de que eso le está ocurriendo a ella. Pero de pronto, una fuerza brutal la arroja en sentido opuesto y golpea su rodilla contra el suelo. Siente caer a su lado a uno de los hombres y ve la figura del negro inmenso, abriendo los brazos y desplegando el oscuro sobretodo como las alas de un cuervo. La muchacha corre ahora sin mirar atrás, oyendo gritos y ruidos que estallan como petardos, como balazos en la noche, lo sabe quizá pero no lo piensa. Siente un golpe en la espalda como una pedrada y sigue corriendo. Cruza la calle, tropieza con el cordón de la vereda, recobra el equilibrio, llega a la esquina, dobla a su derecha, no se detiene, camina ahora rozando con el hombro las paredes, metiéndose en los charcos, tuerce una vez más al llegar a la otra esquina. Tiene la idea de que está dando vuelta a la manzana. A los pocos pasos vuelve a doblar siguiendo el ángulo de un edificio y se mete en un terreno baldío. Piensa que debería continuar por la vereda, pero no puede retroceder ni separarse de ese muro que la sostiene. Su hombro resbala contra el revoque áspero, carcomido por una lepra blancuzca, agrietada, empapada por la lluvia que cae ahora a cántaros, mientras ella se va deslizando hasta quedar sentada en el suelo como el borracho del bar, con la espalda contra el muro. Una pierna doblada bajo la otra, los muslos descubiertos, mojados. No puede cubrirlos con su falda ni cambiar de posición. Está agotada y difusamente dolorida. A su alrededor hay barro, cascotes, latas, mal olor y un frío que le llega hasta los huesos. No tiene sentido correr así bajo la lluvia. Es preciso levantarse, llegar hasta la parada del ómnibus, tomar una taza de té cuando enciendan la lámpara del comedor. Pero no hay nadie allí, la lluvia es negra, apenas advierte el reflejo del farol de la esquina en el destello de unas latas. El agua resbala por su pelo y enturbia sus ojos. Se mira el raspón en la rodilla, las botas embarradas. Siente que la lluvia corre por su cuerpo y se desliza a lo largo del brazo por debajo de la manga. Se lleva una mano a la boca y es un gusto salobre, algo espeso, untuoso, cálido, que gotea sobre la tela clara del impermeable. Piensa en su ropa estropeada, mientras la mano insensible resbala sobre su pecho dejando allí una mancha rojiza que sus ojos no ven, que la lluvia se empeña en lavar. El testigo agazapado en su cerebro se estremece como una llamita, vacila, retrocede y se le acaba el tiempo, que de pronto queda todo a sus espaldas, petrificado como esa pared que aún la sostiene mientras la lluvia remueve las basuras de la ciudad, las arrastra hacia las alcantarillas, apaga los ecos de gritos distantes y lava las calles que amanecerán pulidas como espejos, reflejando la luz quieta de los faroles en la niebla, los focos de algún auto, el frío resplandor de la luna asomando entre nubes.

Ilustración de Gerardo Esquivel