Jornada Semanal, 26 de agosto del 2001 
Ana García Bergua


Espíritu de las épocas

La primera edición del Orlando de Virginia Woolf traía unas fotografías intercaladas, para las que posaron, entre otros, Edward Sackville como Orlando cuando niño, Angelica Bell (en una foto de Vanessa Bell, la hermana de Virginia) como la princesa rusa Sasha de la que se enamora Olando, y Vita Sackville-West ­la escritora que fue amante de Virginia Woolf­ caraterizando a Orlando como embajador en Persia, a su regreso a Londres en el siglo XIX, y en el "presente", es decir, 1928, que fue la fecha de aquella primera edición. De hecho, Orlando está dedicada a Vita Sackville-West y Virginia Woolf se inspiró en ella para pintar el carácter de su excéntrico y longevo noble. Al parecer algunas ediciones subsecuentes reprodujeron estas imágenes, idea de la propia Virginia, pero supongo que habrán sido ediciones especiales o facsimilares. A falta de fotos, los lectores de habla española tenemos el inmenso privilegio de poder leer Orlando traducido por Borges. No cualquiera, la verdad. De cualquier modo, esto de las fotografías me dio mucha curiosidad y he navegado bastante por el proceloso internet sin encontrarlas. 

Aun así, por lo que he entendido, Orlando tuvo en un principio mucho de broma, tanto en el hecho de contener algunos chascarrillos de los que sólo los del grupo de Bloomsbury se podían reír ­y de los que formaban parte las fotografías mencionadas­, como en la invención deliberada de este personaje cuyo espíritu, y aquí repito lo que muchos han dicho ya, resume el de la literatura isabelina y el de la nobleza inglesa. El espíritu de Orlando aspira al artificio literario sólo por épocas, cuando no se harta de las veleidades de los plumíferos: su poeta Green, que en la época de Isabel I despreciará al mismísimo Shakespeare y a Marlowe, será quien, en el siglo XX, le consiga a Orlando un codiciado premio literario de doscientas guineas a base de múltiples recomendaciones, lo cual no sé si les suena familiar. También aspira al amor por épocas, cuando no sufre terribles decepciones, y percibe de manera muy lúcida cómo la idea del amor cambia de siglo a siglo: desde su malhadado y salvaje romance del siglo XVI con la rusa, hasta el fecundo matrimonio decimonónico con Marmaduke Bonthrop Shelmerdine, esquire ­díganme si ese nombre no es, por Dios, una broma. En general, cuando no aspira a nada, cuando no se ocupa de amueblar su mansión de cuatrocientas habitaciones y cientos de criados, ni de mantener escritores, ni de ser embajador en Persia, ni de recibir en su hogar a nobles y reyes y reinas, Orlando es admirador rendido de la naturaleza, como dicen que son los ingleses, y sabe de cosechas y cría enormes perros mastines y pequeños falderos que lo siguen por su mansión en el campo como fantasmas. Ah, bueno, y también se transforma en mujer: 

Henos aquí, por consiguiente, solos y abandonados en el cuarto con Orlando que duerme y con las trompetas. Las trompetas en fila emiten un terrible estruendo, uno solo: ¡la verdad! Y Orlando se despertó. Se estiró. Se paró. Se irguió con completa desnudez ante nuestros ojos y mientras las trompetas rugían: ¡Verdad! ¡Verdad! ¡Verdad!

Debemos confesarlo: era una mujer.

Durante dos siglos Orlando es un hombre y después se convierte en mujer, no sin escándalo del narrador, por cierto. Y ser mujer, qué raro, no le hace fáciles las cosas en un sentido (las ropas no la dejan caminar, pierde el derecho a sus propiedades, razón por la cual se casa, algunos escritores no la tomarán en serio), pero en otro, su cambio de sexo responde al cambio del espíritu de una época, a la llegada del siglo XIX, del romanticismo, y sus derivaciones posteriores. Y no es que ella se adapte al espíritu de la época ­de hecho, una de las mil gracias de la novela es ese contrapunto entre el alma perdurable de Orlando y sus luchas y treguas con "el espíritu" de cada siglo­, sino que es lo que le correspondería entonces hacer. Es decir, que la humanidad, a partir de cierto momento y en un cierto sentido, se ha ido feminizando, se ha ido convirtiendo en un sitio que habitan las mujeres, y por ende a finales del XVIII y comienzos del XIX había que convertirse en mujer; claro, si uno era hombre y pensaba vivir más de trescientos años. 

Orlando es una novela enorme y sorprendente: muchas de sus exaltaciones están bordeadas de un ribete socarrón, pero a la vez es un libro de historia sumamente serio, doctoral y documentado, y un ensayo muy profundo sobre el alma inglesa y su literatura. Por eso la película que realizó Sally Potter en 1992 es sólo, quizá, como esas fotografías que ilustraron las primeras ediciones de Orlando: una sucesión de viñetas, algunos momentos congelados de la vida de Orlando, recreados con gran belleza visual, que habrán dejado satisfechos a quienes no piensen leer la novela jamás. Pero hasta ahí. Un acierto sí tiene la película, una intuición muy lúcida, y es el hecho de que, al final, su Orlando vive en nuestra época actual. Eso es cierto. Al final de la novela, Orlando despierta, exactamente, el jueves 11 de octubre de 1928. Pero nada impediría que volviera después a dormir y a despertar, y que en este momento estuviera vagando entre nosotros, luchando con el poco espíritu que ya le queda a nuestra época, ahora que se cumplen sesenta años de la muerte de su creadora, uno de los escritores más importantes de este siglo que acabamos de pasar.

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Naief Yehya

La inteligencia artificial según Spielberg (I)



El Pinocho del fin de los tiempos
El efecto invernadero ha derretido buena parte de los cascos polares; costas, islas y otras zonas del mundo han quedado inundadas, millones han muerto, básicamente los pobres y los desposeídos. Los sobrevivientes han sustituido a la servidumbre y al proletariado por eficientes robots desechables. Pero si los androides han resultado excelentes reemplazos en prácticamente todos los terrenos, han creado un problema moral que los hombres no saben cómo enfrentar. Los androides son esclavos indispensables, seres explotados hasta quedar inservibles que provocan repugnancia, temor y envidia a una especie humana que ve amenazado su domino sobre el planeta. Los androides son una especie de mal necesario, como la esclavitud en el Nuevo Mundo, que amenazan con transgredir la relación que Philip K. Dick planteó en 1976: "El alma es al hombre lo que el hombre es a la máquina." En este mundo, una corporación produce un niño robot capaz de desarrollar auténtico amor por su madre-propietaria. El prototipo de este modelo es Dave, quien es dado a una pareja cuyo hijo reposa en hibernación criónica en espera de que se desarrolle una cura contra una enfermedad mortal que lo afecta. Cuando aparece la cura y el hijo humano de la pareja regresa, Dave se vuelve un problema doméstico y su "madre" lo abandona en el bosque, donde Dave emprende un viaje en busca del hada azul del cuento de Pinocho con la esperanza de que lo convierta en un niño humano y su mamá lo quiera. 

Un extraño tributo
Este es el tema de la nueva cinta de Steven Spielberg, A.I., Inteligencia Artificial, la cual comienza con una serie de secuencias que evocan sin ambigüedad alguna el mejor trabajo de Stanley Kubrick; no obstante, a medida que la cinta avanza este tono se va diluyendo para ser reemplazado por la inconfundible mano del autor de Tiburón, La lista de Schindler y Parque jurásico. Desde antes del estreno, en decenas de grupos de discusión en internet se debatían teorías conspiratorias, y en las que se acusa a Spielberg de toda clase de crímenes demenciales, desde haber traicionado a Kubrick hasta de haberlo robado, engañado e incluso asesinado. Es sabido que Spielberg y Kubrick establecieron una amistad que de una u otra forma condujo a su colaboración en Ojos bien cerrados (aunque nadie sepa hasta qué punto Spielberg estuvo involucrado) y en reescribir el guión y filmar A.I. Mientras tanto, y a diferencia del caso de Ojos bien cerrados, Spielberg nos deja, a nombre y en honor de Kubrick, una cinta que a pesar de sus deficiencias se levanta al nivel de obra maestra. La cinta, inspirada en un cuento de Brian Adliss publicado en 1969 en la revista Harper’s Bazaar, cuenta con dos introducciones, una en la que Ben Kinsley describe en off el estado del nuevo mundo, y una más en la que un científico explica a sus colaboradores su objetivo de crear un robot capaz de amar. En esa sesión vemos por primera vez el poder absoluto del hombre sobre "los hijos de su mente", como diría Marvin Minski. 

El pequeño y amoroso Prometeo
En la casa futurista (digna de Naranja mecánica), de Monica y Henry, la familia adoptiva de Dave (Haley Joel Osment) se respira una atmósfera enrarecida por el dolor de la pérdida de un hijo y por la presencia de un robot demasiado entusiasta, obediente y ansioso de cariño. Su presencia es tan perturbadora que su madre lo encierra en el clóset, a lo que Dave sólo responde preguntando si se trata de un juego. Pero las cosas empeoran cuando regresa Martin, el hijo humano de la pareja. A diferencia de cuando, en Naranja mecánica, Alex (Malcolm McDowell) regresa reformado a casa para descubrir que sus padres han adoptado a un hijo para sustituirlo, Martin recupera su lugar y Dave es relegado a un segundo plano. Aquí el filme parece convertirse en un thriller de terror en el que el pequeño engendro de Frankenstein será empujado a cometer un crimen atroz. En vez de eso, el filme se convierte en un cuento de hadas, en una paráfrasis de Pinocho, en un mundo donde Gepeto resulta ser un ingeniero pragmático que sólo ve el triunfo de su obra más prodigiosa como la luz verde para lanzar una línea de juguetes sofisticados para adultos solitarios. A diferencia del original Pinocho, Dave es demasiado bueno, lo cual lo hace menos humano que el niño de madera al que le crecía la nariz por mentir. Dave tiene que buscar a su hada azul en un mundo donde los hombres manifiestan su descontento con el progreso en Flesh Fairs o Ferias de la carne, eventos estrambóticos que fusionan conciertos de heavy metal, derbys de destrucción y los relativamente nuevos espectáculos de batallas de robots (un género inventado por Marc Pauline y su Survival Research Laboratories). Durante estas estridentes bacanales, docenas de androides son despedazados para el entretenimiento del público. Aquí Spielberg insiste en presentar a los robots como seres pacíficos, refinados y amables que aceptan su destino con resignación, mientras que los humanos aparecen como seres depravados, frenéticos, neuróticos y crueles. De hecho, en todo el filme no hay una sola imagen humana redimible y esto plantea el principal problema de la cinta. Salvo un gesto de generosidad de la masa, no hay nada rescatable en la humanidad a la que aspira Dave. El autómata que quiere ser humano es un viejo icono de la ciencia ficción que parece cada vez más improbable. Así como es poco creíble que el hombre en sus orígenes haya querido volver a ser simio, no hay razón por la que una auténtica inteligencia artificial tenga nostalgia y quiera volver sobre los pasos de su propia evolución, cuando es predecible que sus capacidades se dispararían de manera insospechada, rebasando nuestros límites.
 

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 Marcela Sánchez
De humani corporis

De Humani Corporis, grupo dirigido por Gerardo Hernández, nos trae a escena el dominio espacial junto a un desafío continuo y radical de la gravedad. Hernández se entrenó en artes marciales y en gimnasia olímpica. Poco después se interesó por la danza clásica y por la contemporánea. Como parte de un lento proceso, comenzó a experimentar incorporando todas las técnicas aprendidas a sus propuestas escénicas. El grupo se describe a sí mismo como "un híbrido de atletas de alto rendimiento, bailarines y creadores".

A través del uso de estructuras, cuerdas y arneses aunado al empleo de formas dancísticas y acrobáticas, los bailarines recorren la totalidad del escenario: una jaula circular suspendida en el vacío, donde los cuerpos de mujeres y hombres ingresan en la dimensión del cosmos. En primer plano, el cuerpo inerte de una mujer que cuelga de una tela roja, a varios metros del piso. Estas dos imágenes sobrepuestas aparecen como dos extremos de la condición humana enfrentados en un espacio único para exaltar nuestra esencia paradójica: el deseo inmemorial de apropiarnos del espacio, tentativa que lleva a mensurar la infinita pequeñez del ser humano mientras el cuerpo femenino suspendido se agiganta al tocar la emoción que nos provoca la fragilidad humana. Pendientes de telas o de cuerdas, los cuerpos parecen entregarse por completo al espacio: brazos o piernas abiertos en donde la dinámica del control y la destilación de adrenalina son utilizados para proyectar emociones que desembocan en imágenes de gran plasticidad. En las barras, ante el riesgo de caer, las parejas se relacionan en una dependencia casi absoluta. Imágenes donde el arriba y el abajo se trastocan. Seres que caminan en el aire sin llegar jamás hasta el otro que se encuentra en la misma circunstancia. 

Grupos como Cirque du Soleil han usado antes cuerdas y telas para sus espectáculos; sin embargo, su objetivo es de carácter acrobático o circense. Hernández y su grupo se han propuesto trabajar con estas técnicas corporales para luego transgredirlas y darles un nuevo sentido dancístico y dramatúrgico. 

Desde la irrupción en los años setenta de la danza formalista o posmoderna de Merce Cunningham, surgieron numerosas propuestas arriesgadas, como las de David Gordon, Twyla Tharp o Trisha Brown. Para todos ellos la imagen era lo prevaleciente: la danza era ante todo imagen en movimiento. El uso de escaleras, sillas, lugares como azoteas, tarimas flotantes en un lago o la pared de un edificio, conformaban la esencia de esas imágenes. En los años ochenta y noventa varios grupos, como Wim Vandekeybus o La la Human Steps, continuaron una danza de alto riesgo. Mientras en la Europa de la posguerra se generaba una corriente opuesta, para el expresionismo de Pina Bausch la búsqueda estuvo centrada en el porqué y no en el cómo del movimiento. No obstante, Bausch incluyó elementos nuevos en sus puestas como en Arien, que transcurre en el agua, o como En la montaña un grito se escuchó, donde el piso era de tierra. Escenarios sembrados de flores, de pinos o de pasto formaban parte de la organicidad de sus obras en las que logró dotar de vitalidad dramática a los cuerpos de sus bailarines.Sin embargo, esta búsqueda de una unión fundamental entre mente y cuerpo no siempre ha resultado atractiva para las nuevas generaciones, para quienes la primacía del desarrollo técnico ha hecho a un lado el desarrollo dramático de sus movimientos. Otros grupos han explorado la incorporación de técnicas de otras disciplinas. Tal es el caso del grupo francés Roc in Lichen, que en la obra El cuarto de baño logra el trastocamiento total del espacio y la escenografía al presentar un baño visto por el espectador desde el techo e incorpora las técnicas de los alpinistas para desplazarse por las paredes.

En su reciente espectáculo, De Jaulas y ángeles, cuatro sueños, De Humani Corporis demuestra que tiene mucho que expresar y un deseo de unir imagen y sentido. Con esta obra, el grupo propone la exploración del inconsciente y los sueños, mediante lo que sus integrantes llaman "equilibrio precario". El uso de técnicas acrobáticas y circenses los sitúa junto a otras propuestas que hoy en día se desarrollan en otras partes del mundo y que se han agrupado bajo el concepto de danza aérea. En la actualidad, en diversas instancias se discute si estas propuestas son danza o no. En lo personal considero que sí, siempre y cuando los resultados de la acción escénica confluyan en una propuesta que contenga la expresión profunda de lo humano, mediante una poética de la imagen donde todo movimiento es danza porque tiene un significado, un porqué, inclusive el no movimiento, la pausa, el silencio.

Gerardo Hernández ha encontrado un lenguaje propio de enormes posibilidades. Está frente al reto asombroso de la experimentación de las diversas técnicas que nutren su trabajo, de reconocer y superar sus limitaciones y, ante todo, de seguir dando un sentido a sus creaciones.

Javier Sicilia
Poesía y resurrección

En una de sus reflexiones, Leonardo observaba que un pintor, a pesar de la diversidad de sus modelos, pinta siempre un sólo retrato: el suyo. Esta reflexión lo llevó a afirmar que nuestra alma, al haberse creado para albergar un cuerpo a su imagen, informa también cualquier obra que hagamos.

La afirmación es inquietante, no sólo por lo que nos revela de la propia concepción que Leonardo tenía del arte, sino porque pone en evidencia algo que diariamente constatamos en el quehacer poético: ¿qué hace, por ejemplo, que frente a varios sonetos, ­cuya estructura es la misma en cuanto a número de sílabas, de versos y de acentuaciones­ podamos reconocer su pertenencia y, sin saber los nombres de sus autores, poder decir éste es de Borges, éste de Sor Juana, éste de Miguel Hernández? Su estilo, aquello que es evidente, pero que ­al igual que aquello que constituye la personalidad de cada ser humano­ no podemos reducir a una demostración racional. De ahí que frente a los cuadros de un autor la jerga artística tenga la costumbre de decir: este es un Picasso, este un Da Vinci; este otro, un Dalí. ¿Qué hay ahí sino la propia alma de Picasso, de Leonardo, de Borges, de Sor Juana, etcétera, expresándose a través de otras materialidades que no son las células con las que en otro tiempo se expresó su corporalidad humana?

En este sentido habría que decir que lo que Leonardo y toda la tradición platónica llaman el alma, es en realidad el cuerpo, ese principio formador que habita la carne y la crea sin cesar. 

Nuestro cuerpo, en realidad, no es nuestra carne. Las células que la constituyen se renuevan por completo cada siete años. Sin embargo, en la diversidad de las apariencias que resultan de ella, desde su nacimiento hasta su muerte, el cuerpo reproduce las mismas proporciones.

Ese cuerpo que le da proporciones a la carne y que se manifiesta en su significación a través de la gestualidad ­lo que equivale al estilo en el arte­ nos permite esperar, como lo enseña la tradición cristiana, que resucitará el Último Día. Por ello, cuando en el Evangelio de San Juan Cristo resucitado se aparece a Magdalena, ésta no lo reconoce ­su cuerpo anima otra materialidad, una carne, dice la tradición, glorificada­; lo reconocerá por su gestualidad, por la manera en que le dice María. Lo mismo sucede en el Evangelio de San Lucas con los discípulos de Emaús que lo reconocen en el gesto de partir el pan.

Es por ese mismo cuerpo que la poesía en la obra de arte adquiere significación y manifiesta, como señala Leonardo, el alma del artista, su retrato sustancial. La potencia creadora del cuerpo, dice Lanza del Vasto ­el gran discípulo católico de Gandhi­ "desborda la carne y [a través de otras materialidades: palabras, colores, sonidos, bloques de piedra, barro] va a construir nuevos cuerpos, hermanos del primero que son obras. [Esa potencia] no trabaja según reglas aprendidas, sino que [como lo señaló Aristóteles] imita a la naturaleza, es decir, al misterio de lo que nace, y como la naturaleza, construye desde adentro a partir de un impulso que viene desde las raíces y sube de las tinieblas".

La poesía, expresada a través de una obra, además de una revelación de los misterios del espíritu, es ­en la medida en que se presenta como la extensión de la forma del cuerpo, la extensión de la sustancia íntima (la imagen y semejanza) que imprimió Dios en cada uno de nosotros­ una prefiguración de la resurrección.

Lanza del Vasto lo dice admirablemente en el poema que abre su obra poética, "Liminar": "Hombre que no viste mi rostro de vida,/ Por estas palabras conoce mi verdadera mirada,/ Mi estatura y mi paso, mi aliento/ Y la exacta calidez de mis manos amigas.// Estas palabras no son viento azotado,/ Ninguna de ellas delira o miente,/ Ve más bien mi cuerpo que brota sin carne/ Para anticiparse al día del Juicio."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.

Fe de erratas. A causa de una de esas bromas que suelen hacernos las musas a los escritores, en mi artículo pasado, "Anima y Animus", le atribuí a la Política de Aristóteles lo que pertenece a su Poética. Mil disculpas. 


Luis Tovar
¿Y dónde está el guionista? (I)

Estamos en una sala de cine. Las luces se han encendido, los créditos finales de la película desfilan en la pantalla, la mayor parte de la concurrencia se ha levantado de las butacas y se dispone a abandonar el lugar. Sin comprobación posible pero también sin ninguna duda, cada uno de los espectadores nos encontramos emitiendo, para nosotros mismos o para nuestro acompañante si no hemos ido solos, una serie de juicios que van desde los sumarios "es buena" o "es mala", hasta la pormenorización en la que suele considerarse un cierto número de componentes del filme. Por lo regular, el instantáneo, fugaz e implacable crítico de cine multiplicado tantas veces como personas hubo en la función, invierte su minuciosidad analítica en opinar que si la fotografía, que si el reparto, que si la música...

En buena medida dependiendo del tipo de película de que se trate ­por ejemplo, cine de autor o cine de palomitas­, es posible, aunque en todo caso más infrecuente, que escuchemos a alguien decir algo acerca del desempeño del director en esa cinta en particular, o de la relación entre esta última propuesta y su trabajo previo, o de cómo lo que acabamos de ver se inserta en una filmografía definida por el género, por la época, por una corriente cinematográfica determinada, por la generación del cineasta, etcétera.

Más esporádicamente nos toca escuchar que alguien elogie o deplore aspectos como la edición del filme o el diseño de producción, aunque no falta quien sostenga, sobre todo tratándose de películas de época, que el vestuario fue así o asá, o que la escenografía era "muy realista", y abundan los enamorados del detalle que se pierden el bosque haciéndole muchísimo caso al árbol, y salen entusiasmados por un par de close-ups a el o la protagonista, por cierto parlamento pescado al vuelo, por cierto encuadre de ésos que resultan más eficaces para encantar al ojo que para hacer avanzar la trama.

Todavía más raro es que escuchemos a uno de nuestros entusiastas y puntillosos colegas mencionar algo acerca de la presencia o la ausencia de equilibrio entre secuencias, pensando, para empezar, en lo necesario que para toda película resulta que éstas se encuentren balanceadas a fin de evitar caídas en la tensión narrativa, excesos o carencias en la carga dramática, planteamientos reiterados y fatigosos del carácter de los personajes, insuficiencias o abultamientos en la exposición de motivos de la acción que va a desarrollarse... (Dos ejemplos: Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), del inefable Steven Spielberg, sólo tiene de rescatable la prolongada secuencia inicial que, a pesar de estar hecha a todo Hollywood, constituye una recreación más que verosímil del desembarco aliado en Normandía en la segunda guerra mundial. Después de esto, el empalagoso director de E.T., el extraterrestre demostró que hasta ahí le daban el talento y la osadía, y pasó a hacer algo de lo que mejor le sale: un cuento patriotero protagonizado por personajes con menos volumen que un cartón. El segundo ejemplo es Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998), para cuyo comienzo su director, Brian de Palma, decidió una larga y muy eficaz secuencia en la que una sola cámara sigue ­sin cortes de edición­ al protagonista, por pasillos y habitaciones en los que de alguna manera desfilan las claves de lo que será el resto de la película; lamentablemente, dicho resto no es más que una solución diluida de esa impactante secuencia de obertura, y, peor que eso, cae sin remedio en un ritmo más histérico que frenético, ya totalmente desperdiciado el difícil tempo narrativo que había conseguido, y llega a un final digno de los peores churros serie B, traicionando no sólo la promesa de eficacia hecha al principio, sino la conocida solvencia formal del director de Carrie.)

Rarezas y extrañezas

Menos probable aún es oír una sola palabra referida a lo que tiene que ver con la disposición y la duración de escenas en una secuencia dada, elemento clave para determinar el ritmo narrativo y, por ende, la percepción general que finalmente tendremos de la película en cuestión. Y ni hablar de la eficacia o ineficacia de los encuadres incluidos en una escena equis, en cuanto a número y estilo; de la deseable y muchas veces ausente economía de recursos a la hora de realizar una toma; de la conveniencia de trazar limpiamente cada escena y, a partir de la disposición de todos sus elementos, emplazar la o las cámaras a manera de que no haya regodeos que capten de más un gesto del actor o un detalle del cuadro...

"Pues no ­dirá alguien, tal vez usted que lee esto­, efectivamente no piensa uno en todas estas cosas por la sencilla razón de que al cine se va para disfrutar, aunque a veces más bien se sufra, una obra en conjunto, por mucho que de repente prefiramos fijarnos en un detalle o en otro." Tiene usted razón. Por antonomasia el cine es un arte cuyos elementos, aislados, jamás podrán dar exacta cuenta del todo.

Pero los créditos han concluido y nos encontramos, de camino a la salida, explicándole a alguien o a nosotros mismos las razones de que la película recién vista nos haya parecido buena o mala, y ese proceso de asimilación pasa necesariamente por un examen, breve o luengo, de las partes del todo, de los detalles de cada parte. En lo que nunca o casi nunca atinamos a pensar, demasiado atareados como estamos en aprobar o desaprobar desempeños actorales, en señalar pifias o aciertos de la dirección, en adjetivar imágenes y sonidos, es en el único componente cinematográfico que debe contener a todos los demás: el guión. 

(Continuará.)

 
 
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Michelle Solano
La vida no vale nada

Pocas son las mancuernas creativas que funcionan a la par que evolucionan. En el teatro mexicano existe una: Martín Acosta y Luis Mario Moncada. El trabajo de Acosta y Moncada es quizá de los más reconocidos, aplaudidos, criticados y un largo etcétera; pero de todas las cosas que le han sucedido, la de mayor fortuna es que ha sido visto y probado frente a un público numeroso y heterogéneo. Sus propuestas a veces gustan y otras no, unas resultan más exitosas que otras, pero si algo hay que reconocerles a ambos, en igual medida, es que desde hace años han establecido un compromiso con la tarea de buscar, proponer y experimentar. Ahí es precisamente donde han encontrado el material que nutre sus procesos. 

Ahora están presentando en el teatro El Galeón, La vida no vale nada, una propuesta harto peculiar; no es fácil darle el golpe, sobre todo por las características que la conforman. Un reparto que incluye a actores canadienses y mexicanos, muy ad hoc para el desarrollo del tema de las migraciones que en este caso empapa la dramaturgia de Luis Mario Moncada. Los personajes que pueblan esta obra, además de la diferencia de nacionalidades, comparten la necesidad de una búsqueda, de respuestas que los llevan, sin querer o no, a emprender un viaje ya sea geográfico o interno, a enfrentarse con una cultura y un marco referencial distinto al que les es propio, conocido, amado o detestado. El texto de Moncada es probablemente el más complejo que esta cronista le conoce; un texto peligroso si se piensa en la cantidad de personajes, situaciones, circunstancias y tonos que maneja, un texto que fácilmente podía recalar en el desparpajo, pudo habérsele caído de las manos y llegar al final sin amarrar todos los hilos que conforman esta madeja teatral. Pero eso no sucede. 

El que muchos momentos de la obra no discurran en nuestro idioma no representa una dificultad para que el espectador comprenda lo que sucede en el escenario; se trata, entonces, de un lenguaje universal, de situaciones de primera mano: una quinceañera buscando a su chambelán, éste indeciso, una prostituta y su padrote, unos novios canadienses que se separan y él que decide un viaje repentino a la Ciudad de México, un mariachi, un taxista, una turista, una madre quejosa… Todos, personajes en situaciones límite, que sirven a Moncada como pre-texto para abordar otro tema: La Ciudad, y con ella todos los seres que la habitan, la padecen, la conocen o la visitan; en fin, que la viven.

La propuesta de Martín Acosta en la dirección es un juego con los tonos y los matices, que por momentos lleva la acción dramática de la mano de la farsa y toques de humor que contrastan con las situaciones patéticas de los personajes. Aquí lo interesante es cómo logró unificar de modo tan certero los diferentes géneros dramáticos o los matices que se desprenden de ellos, lo mismo una escena melodramática que otra muy violenta, y todos los posibles engendros que nacen de ambas escenas. Ahí, en esa vorágine, se mueven los personajes creados por Martin Choquette, Marcela Pizarro, Cécile Lasserre, Carmen Mastache, Bruno Castillo y Marco Pérez. Un conjunto complejo si atendemos el hecho de la diferencia entre los modos de abordar el teatro, un texto, al público mismo; pero resulta un ejercicio interesante, con momentos muy elocuentes sobre sus capacidades tanto individuales como en su interacción con el resto de la compañía.

Lejos del típico amasijo de varias historias que al final se unen, la obra propone un desvanecimiento de las causalidades y los azares de los encuentros; de hecho, ni siquiera es ése el punto central; pareciera como si se tratara de un ejercicio para contar distintas formas de enfrentar la vida. El título de La vida no vale nada no va aquí en plan de azote gratuito o al modo de José Alfredo Jiménez, sino más bien alude a la poca importancia que los seres humanos otorgamos a los hechos cotidianos, a las conversaciones casuales, a los momentos de decisión; alude a todo aquello que hubiese sido posible si... o si no... Constituye un análisis bien elaborado de la forma en que establecemos las relaciones humanas en la actualidad, sean del orden que sean: familiares, amorosas, entre un ladrón y quien es robado, entre el individuo y sus obsesiones, entre las determinaciones, muchas veces fallidas, de lo que resulta urgente y lo que se presenta como una necesidad o deseo. Este es el hilo conductor, amén de las migraciones y la gran paradoja que supone el hecho de que en tiempos de internet, y los chat rooms, la inmediatez con que pareciera que podemos comunicarnos nos ha quedado chiquita. Estamos ahí, virtuales, sabidos por otro u otros, pero terriblemente inaccesibles.

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