DOMINGO Ť 26 Ť AGOSTO Ť 2001

Ť José Antonio Rojas Nieto

El debate

El debate nacional sobre la situación económica de México y de Estados Unidos, pero ya hoy también sobre la economía mundial, se ha extendido y profundizado. Inevitablemente se ha politizado, como tiende a hacerlo toda la cosa pública. Pero, por desgracia, se ha sobrepolitizado y, acaso por ello mismo, se ha vulgarizado. Y para colmo, desde hace varias semanas y prácticamente todos los días, observamos a un Presidente de la República subirse a un cuadrilátero que no le corresponde, por cierto sin quienes en el argot boxístico son denominados seconds. Así, sin apoyo de asesores y secretarios de los ramos económico y hacendario, lo contemplamos enfrentar a quienes lo responsabilizan de la mala situación económica y lo escuchamos proferir continuas y cada vez más absurdas caracterizaciones sobre la marcha de nuestra economía. Y -peor aún-, ya enredado en una madeja interminable e inútil de palabrería, por primera vez y acaso demasiado pronto, lo vemos fustigar con los más variados adjetivos a quienes critican ya no sólo ese ejercicio presidencial inútil, sino la incapacidad gubernamental para plantarse frente a una situación económica incuestionablemente compleja y crítica, que ya hace estragos entre una población que esperaba más, mucho más, muchísimo más de su nuevo gobierno.

Día tras día se manifiesta más nítidamente la incapacidad gubernamental ya no sólo de atajar y enfrentar con rigor y seriedad -como es su responsabilidad- los diagnósticos y las críticas para colaborar a que la sociedad tenga la más nítida comprensión de lo que está pasando y, en todo caso, sea capaz de comprender, impulsar y evaluar las alternativas que pueden y deben desplegarse para enfrentar este periodo que bien puede alargarse aún más.

Si bien es cierto que la sociedad rechaza una institución presidencial despótica y autoritaria, también es cierto que nadie desea un Poder Ejecutivo debilitado y desprestigiado. Todos saldríamos perdiendo, sobre todo en estos momentos en que los cambios y reformas que se ventilan en campos delicadísimos de nuestra vida económica y social, como el de la controvertida reforma indígena, o como los debatidos de las reformas fiscal, energética y laboral, para sólo señalar algunos, exigen nuestra máxima atención y nuestro mejor esfuerzo.

Estamos urgidos de una institución presidencial tan fuerte y prestigiada como honorable y respetuosa de la sociedad que gobierna. Pero condición de ello es -qué duda cabe- un Congreso sólido y digno, cuyo valor y prestancia estén fuera de toda duda y sean ampliamente reconocidos por la misma sociedad. Observar de vez en cuando el canal del Congreso resulta útil para reconocer cuán lejos estamos de superar ya no sólo la pobreza de los debates, sino de alcanzar visiones parlamentarias trascendentes y generosas.

En el caso específico de la marcha de la economía, la sociedad sabe de la existencia de tendencias objetivas que la condicionan. Pero también sabe que pese a que la llamada globalización resulta ser, en cierto sentido, expresión inevitable de un sistema económico que -como nunca- muestra su vocación mundial, también es expresión de la manipulación de grandes grupos financieros y de unos cuantos Estados que subordinan a los demás. Día tras día resulta más evidente que la forma en que tiende a conducirse la internacionalización inevitable de las economía autóctonas, la ineludible constitución en duros bloques regionales y el agrupamiento coordinado de los Estados nacionales, se ve sujeta al control férreo de unos cuantos grupos económicos y unos cuantos Estados que imponen sus intereses particulares en este nuevo escenario del desarrollo económico mundial. En esto no hay -de hecho nunca ha habido- ingenuidad alguna. Y aquí, precisamente aquí, es donde se espera, se exige, y se anhela una actuación gubernamental digna... absolutamente digna.

 

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