domingo Ť 26 Ť agosto Ť 2001
Guillermo Almeyra
La historia no se repite, pero se continúa
La historia no se repite sino que continúa y los problemas que no han sido resueltos, los desequilibrios de fondo, se representan una y otra vez, con otros tiempos y características. La Segunda Guerra Mundial fue la continuación de la primera, que había dejado sin resolver la cuestión de la supremacía entre los países imperialistas y la de la inestabilidad causada por la Revolución Rusa, por el miedo al socialismo y por los movimientos de liberación nacional. Por su parte, todo lo sucedido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial -la liberación de las colonias, la guerra de Indochina, la de Corea, la de Vietnam, los movimientos de liberación nacional, la Guerra Fría, la necesidad de llevar una ofensiva mundial contra los trabajadores y de recolonizar Rusia y China- tiene su raíz en las hipotecas sin levantar resultantes de la reconstrucción de un capitalismo maltrecho por el Pacto de Yalta entre Stalin, Churchill y Roosevelt para asegurar la "coexistencia pacífica" entre capital y trabajo, en sus más variadas formas políticas y sociales.
Si ahora asistimos al comienzo de un rearme acelerado de las grandes potencias o de los núcleos regionales, provocado y estimulado por la resolución de George W. Bush de preparar su "escudo estelar" y de renunciar unilateralmente al Tratado sobre los Misiles Antibalísticos (ABM), es que, como en los años treinta, los viejos problemas, espoloneados por la larga recesión, se presentan nuevamente en escena. El derrumbe de la URSS y las derrotas infligidas a los trabajadores en todo el mundo no han estabilizado el régimen. Por el contrario, el mismo es cada vez más ilegítimo para sectores sociales cada vez más amplios y las contradicciones interimperialistas y aquéllas entre los imperialistas y los pueblos neocolonizados que luchan por su independencia se agravan sin cesar. De ahí la sensación de déjà vu, la amarga impresión de repetir la pesadilla con el armamentismo que conduce a guerras colonialistas (esta vez quizás contra China o contra los que la Casa Blanca califica de "Estados parias" en vez de Etiopía, Manchuria o Marruecos), con la impotencia de la Liga de las Naciones (hoy ONU) ante los nuevos fascistas (Bush y su sirviente Sharon), con los centenares de millones de desocupados o semiocupados, las protestas mundiales contra el capital y la continua restricción de la democracia en medio de un largo estancamiento económico.
Los peligros de guerra reaparecen. El hecho de que Estados Unidos tenga una tremenda superioridad militar (a diferencia de los años 30, cuando la URSS era una gran potencia militar y los nazis y el Mikado empezaban su rearme en condiciones de relativa igualdad con Inglaterra y Francia) no basta por sí mismo para reducir ese peligro, sino que, por el contrario, impulsará un proceso de reagrupamiento entre Rusia, China y aliados menores en Asia y también un proceso, aunque laborioso, de creación de una fuerza militar propia por Europa, ya que ésta tiene la fuerza económica para hacerlo aunque no tenga la unidad política. Los esfuerzos de la diplomacia civil y militar estadunidense (como en los Balcanes) para dividir a Europa están condenados al mismo fracaso que los intentos nazifascistas de dividir a Inglaterra de Francia. Los intereses deciden y en la alternativa de someterse a la prepotencia de Washington (cuya Cámara acaba de aprobar una ley que autoriza nada menos que la invasión de Holanda si Kissinger o algún estadunidense fuese juzgado por el tribunal de La Haya) y de perder mercados e independencia o de armarse, es difícil que los europeos (sobre todo los franceses y los alemanes) prefieran la rendición, por no hablar de los nacionalistas rusos y chinos, amenazados con la colonización.
Hay, evidentemente, un margen que proviene del hecho de que las trasnacionales no se identifican con ningún Estado -ni siquiera con Estados Unidos-, sino que los utilizan sólo cuando les conviene. Pero el "complejo militar-industrial" es una trasnacional especial que sí tiene y necesita un Estado agresor y belicista. Esa trasnacional puede arrastrar al baile a las demás. De ahí que la exigencia, como en Génova, de acabar con esta mundialización dirigida por el capital financiero e imponer otra mundialización guiada por las necesidades humanas no sólo sea anticapitalista, sino también un poderoso apoyo a la lucha contra las guerras imperiales que se preparan.