viernes Ť 24 Ť agosto Ť 2001

Silvia Gómez Tagle

Una ley sin futuro

Ha sido una gran decepción para muchos que esperábamos que con la alternancia en la Presidencia de la República se abrieran nuevas posibilidades para la paz en el marco del merecido reconocimiento de los pueblos indios, porque la nueva ley indígena ha dejado el conflicto entre las "instituciones de gobierno" y los pueblos indios en el mismo nivel en que estaba desde el 16 de febrero de 1996, cuando el entonces presidente Zedillo abandonó y desconoció los acuerdos de San Andrés Larráinzar.

Es necesario partir de una reflexión a partir de lo que ha implicado la situación de los pueblos indios en el proceso de construcción de la nación mexicana para entender por qué ni el Congreso de la Unión ni el Poder Ejecutivo, a pesar de su reconocida legitimidad electoral, tienen la representatividad necesaria para legislar por sí mismos, en materia indígena.

Desde el siglo XIX, tanto los liberales como la dictadura porfirista dejaron fuera la noción de pueblos indios con la pretensión de equiparar a todos los ciudadanos en un mismo plano, sin diferenciar su origen étnico o racial.

El principio teóricamente "justo" como fundamento de la nueva República, en la práctica colocó a las comunidades indígenas en una situación de mayor vulnerabilidad frente al abuso de quienes, no siendo indígenas, pudieron apoderarse de las tierras comunales y hacer uso de los recursos naturales antes reservados para los pueblos indios. Aunque formalmente ciudadanos, los habitantes de los pueblos indígenas continuaron siendo "sujetos indios", sólo que en vez de las formas de sujeción colonial prevalecieron las configuraciones de poder regional y local, es decir, el caudillismo y el caciquismo.

La revolución de 1910 tampoco enarboló como bandera la etnicidad, fueron las demandas campesinas las que predominaron y los indios se incorporaron a esa lucha sin que se desarrollaran formas específicas de participación que les permitiesen compensar la desventaja de su otredad. Los intelectuales del régimen revolucionario propusieron el indigenismo como una forma de compensar sus "desventajas" frente a los ciudadanos no indígenas. El indigenismo ha fracasado porque supone un conjunto de acciones gubernamentales para incorporar a los indios a la nación mexicana, a condición de que dejen de ser indios.

Los indios han sido los conquistados, los vencidos y ellos mismos han asumido su identidad separada como una forma de resistencia frente a la destrucción moral y material que ha implicado la "asimilación" a la cultura dominante. Una asimilación que los coloca en la parte inferior de todos los estratos sociales, sea como campesinos, sea como jornaleros sin tierra o como trabajadores "no especializados" en las ciudades. Hasta como vendedores ambulantes, las marías o vendedoras indígenas suelen ser las que manejan productos de menor valor en el mercado callejero.

Como ha señalado Guillermo de la Peña en un texto publicado recientemente (La sociedad civil, de la teoría a la realidad, México, Colmex, 1999): la existencia de identidades separadas y de ciudadanías puramente formales es considerada indeseable para los Estados nacionales, por razones de gobernabilidad y aun de seguridad nacional. Para evitar tal situación hay dos alternativas: 1) imponer una identidad nacional-estatal a toda población, lo que llevaría a la destrucción de los pueblos indios como tales, inclusive por la violencia. 2) La negociación que implica el reconocimiento formal de las comunidades étnicas como sujetos de derecho.

El reconocimiento de los indios como ciudadanos es imposible sin el reconocimiento de sus derechos como pueblos con una cultura y una identidad propias. Por eso la solución de la cuestión indígena es indispensable para consolidar la transición a un régimen más democrático en México; la otra vía, la de imponer una identidad nacional, significaría establecer la represión como una forma de gobierno. Por ello, habiendo una población indígena tan importante en México y teniendo una legitimidad tan incuestionable sus demandas, es imposible vislumbrar un futuro y el desarrollo de nuestro país sin dar una solución de fondo a esta cuestión.

La solución no está en una reforma menor a la nueva ley indígena, sino que habría que retomar el camino de San Andrés Larráinzar. El gran mérito de los zapatistas fue el de construir un espacio de interlocución que los pueblos indios han reconocido como válido. El esquema de un nuevo diálogo puede ser diferente, pero no puede ser un espacio ajeno a los pueblos indios porque la cuestión medular es que ellos no están realmente representados ni en los partidos políticos ni en las instituciones republicanas. El nuevo espacio para el diálogo tendría que ser expresión del reconocimiento de una ciudadanía diferenciada.

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