JUEVES Ť 23 Ť AGOSTO Ť 2001

Olga Harmony

Devastados

Si no supiéramos que Sarah Kane fue una reconocida autora inglesa que se suicidó a los 28 años, pensaríamos que se nos está tomando el pelo. Como lo sabemos, nos encontramos ante la morbosa pesadilla de una talentosa mente enferma (tiene que haberlo sido, de otro modo no entenderíamos que no supiera ver, tan joven, los lados positivos del ser humano). Devastados, según se nos informa que dijo Harold Pinter, ''nos enfrenta a la realidad actual con verdad, horror y verdad". Debemos pensar que a una cara de la verdad, aunque sabemos que el ser humano, en situaciones límite, puede dejar salir lo peor o lo mejor que tenemos. Y Martín Acosta, en el programa de mano, nos recuerda el punto de vista con que él encaró a Hamlet, envuelto en discusiones filosóficas y en intentos de venganza personal mientras las tropas invasoras de Fortimbrás marchaban sobre Dinamarca.

Sarah Kane nos muestra a una especie de neonazi, Ian, capaz de brutalidades con la pobre y enamorada Cate, su pareja, y que odia a los hindúes, homosexuales y todo lo que según su sentir representa la escoria de la orgullosa sociedad inglesa, aunque él mismo sea galés. En un vuelco, el amenazador ''afuera" que es constante de Pinter - cuyos pasos se nos hace suponer que sigue la joven dramaturga- se concreta con la entrada del soldado en una transformación de relación intimista a parábola de la realidad más cruel, suponemos que algo parecido a lo ocurrido en la antigua Yugoslavia, a que se puede enfrentar el ser humano. Ian pasa a ser el odiado ''otro", más débil, que sufre toda clase de vejaciones y horrores.

La moraleja es doble. Ante alguien más fuerte y más malvado, cualquiera puede ser vencido, ser el odiado ''otro" sin ningún derecho. Y cuando alguien que acumula odios es devastado, encuentra el sentido del bien y lo agradece por primera vez, como hace Ian ante Cate. Lo mismo para el soldado, que ha llegado a su límite de maldad y no puede seguir viviendo (un poco como la, me imagino, depresiva dramaturga: ''Escribo la verdad y eso me mata"). El problema es que, al mejor estilo del teatro de sangre isabelino -aunque elevado a su enésima potencia- el cúmulo de horrores dichos y escenificados es tal, que sirve de anestésico a la sensibilidad del espectador, un poco como efecto de distanciamiento, por lo que ya no se llega a la catarsis por medio de la piedad y el terror.

El conocido director de cine Ignacio Ortiz dirige por primera vez en teatro y lo hace con soltura, buen trazo y excelente manejo de actores. En una escenografía diseñada por Mónica Raya que divide el teatro círculo del Granero en dos mitades con una pasarela-escenario al medio, con una cama y dos paredes laterales con sus respectivas puertas, que cambiarán su ubicación cuando el afuera se convierta en el adentro para el protagonista (lo que supone una inteligente búsqueda del espacio-símbolo), Ortiz reproduce toda la brutalidad del texto, tan difícil de escenificar, con impresionante veracidad. Si no produce más pasmo e indignación del público es por ese efecto de distanciamiento señalado que la acumulación de horrores produce, o bien porque el cine gore nos ha insensibilizado por completo.

Ana Graham es una de esas actrices perseverantes que levantan los proyectos que les interesan. A pesar de su acento, que le resta un poco de capacidad de matizar, es una buena actriz, al igual que Ari Brickman, cuya carrera es ascendente. Pero es Arturo Ríos el que lleva el peso de la escenificación y muestra, cada vez más, que es un espléndido actor. Gente como él y otros actores y actrices de nuestro teatro nos hacen lamentar que no se les considere creadores en el SNC y sólo puedan aspirar al nivel de ejecutantes.