JUEVES Ť 23 Ť AGOSTO Ť 2001
Héctor Tamayo
Petardos y ley indígena
El círculo de la intolerancia y la militarización del país se va cerrando. En su toma de posesión, Fox hizo suya la ley Cocopa y la sometió a la consideración del Congreso. No formuló una sola argumentación a favor de su propuesta, pero sí celebró la aprobación de la ley indígena por parte de los congresistas. Aunque no contaba con la gran movilización social que originó la caravana zapatista, su pretensión era clara: eximirse de toda responsabilidad respecto a una reforma constitucional contraria a los acuerdos de San Andrés Larráinzar.
La mayoría de los congresos estatales, en muchos casos de manera irregular, aprobaron la ley indígena, y la mancuerna Cevallos-Bartlett impuso el fast track en la Comisión Permanente para su promulgación inmediata. El 14 de agosto el Presidente promulgó esta ley. Al igual que Zedillo, Fox ha faltado a su palabra. Curiosamente, en esta misma fecha fueron detenidos cinco presuntos responsables de los palomazos que explotaron en tres cajeros automáticos de Banamex, sin causar un solo lesionado.
Tal como lo señaló el subcomandante Marcos al advertir sobre el incumplimiento de la palabra presidencial, la paz se aleja de Chiapas, pero también de Guerrero, Oaxaca, el Distrito Federal y algunos otros estados de la República en donde los brotes guerrilleros tienen una continuidad de varias décadas.
El gobierno del presidente Fox, lo ha dicho él mismo, aquí y en China, es un gobierno de empresarios y para los empresarios. El señor Fox tiene una noción muy clara de que la función esencial del Estado es la de garantizar que los intereses particulares de una clase se impongan como interés general de la sociedad. Sin embargo, los problemas para el ejercicio de esa función esencial son más complejos de lo que él supone.
Las sociedades modernas, o lo que llamamos primer mundo, crearon a lo largo del siglo XX y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, regímenes democráticos que sin dejar de ejercer la coerción, privilegiaron el consenso para establecer la hegemonía de la clase dominante sobre una sociedad civil cada vez más compleja y desarrollada.
Paradójicamente, mientras el modelo globalizador actual reduce la participación del Estado en el orden económico y cancela su acción redistributiva, no ha dejado de existir la necesidad de fortalecer las instituciones para garantizar la gobernabilidad. La construcción y reproducción de consensos permiten que estos regímenes resistan y encaucen la violencia del movimiento económico actual.
En México, al desarrollo de la sociedad civil, la sociedad política ha respondido con una tortuosa y lenta transición incapaz de conformar un régimen que genere los consensos necesarios que permitan una gobernabilidad que pueda prescindir de la violencia y la violación sistemática de los derechos humanos. Hoy por hoy, la responsabilidad de esta situación corresponde al presidente Fox.
La carencia de una visión de Estado para enfrentar los cada vez más graves problemas nacionales y la convicción de que la realidad no existe, sino que se inventa a través de los medios, se revela en su estrategia de negociación con los movimientos armados. Adicionalmente, en el ámbito institucional, la agenda para la reforma política del Estado está abandonada. La única preocupación atañe a la economía.
Pero aquí, también, parece ser que la realidad camina por un lado y los pensamientos de don Vicente, por otro. Su desconocimiento sobre el comportamiento de la economía internacional y sus efectos en la economía mexicana, lo han llevado a confrontarse con su propio staff económico que no quería caminar al ritmo de 7 por ciento. Ahora sabemos que el crecimiento será menor a 2 por ciento, con toda la secuela de reducciones salariales y despidos que la recesión acarrea. Si la economía baja, también Fox va a la baja. Su propio pragmatismo lo encadena. Ningún bombardeo mediático convencerá de que las cosas van bien, a quienes ven reducido su poder de compra o son lanzados a la calle.
Los movimientos armados en México tienen una continuidad que se inicia, cuando menos, desde el 23 de septiembre de 1965. La guerra sucia organizada contra ellos ha dejado una secuela de agravios, desaparecidos y violaciones diversas a los derechos humanos que implica a decenas de miles de personas. Ningún gobierno democrático puede desentenderse de esta situación y dejar el asunto en manos del Ejército. Es urgente replantear este gravísimo problema, formular una reforma a la recién promulgada ley indígena que respete los acuerdos asumidos por el gobierno y negociar una paz con dignidad con todos los grupos armados. No podremos avanzar en ningún aspecto de la vida social, política o económica, sin un acuerdo nacional de esta naturaleza.