LUNES Ť 20 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Aceite o peste
Altos amanecieron los cerros, quietos como estatuas de muertos, y a usted le parecerá raro que lo diga, pero se me figuró que miraban, que buscaban dónde bajar del cerro al cerro. Siempre es así, pero esa vez algo era diferente.Les fue viniendo un hervor, la niebla dormida del bosque comenzó a subir, haga de cuenta el vapor de las ollas de café en el fuego. Les nacían nubes, ve, a los cerros.
Los árboles sacaron cada cara de cada hoja monte arriba, una variedad muy completa del verde en existencia. Me pareció que era yo el que miraba los cerros, ellos no podían bajar. Noté su contrariedad. Eso era lo raro. Cerros contrariados. Ahora entiendo que se ponen así cuando Tzanín se enoja.
De noche, como no ven, los cerros olvidan que están altos, creen que todo es igual donde quiera entre el cielo y la Tierra. Bajo la luz matinal recuerdan que están altos, solos, y eso los angustia. Se sienten mejor cuando se distraen, sin ver la diferencia entre arriba y abajo.
A los cerros, como a las personas, les pasa de todo. Tiemblan, arden, se hielan o congestionan, chorrean, evaporan, los pelos se les ponen de punta, rían, lloran, lo que sea.
La mañana que le digo los cerros desentumieron las sombras que guardaban y las agitaron, las mancharon con las gotas gruesas de luz que caían del follaje. Como de costumbre, caminé al cerro.Ya que no bajaba, había que subirlo. Si al menos supieran que no van a bajar, son cerros, qué le van a hacer. Mi faena diaria, dar mantenimiento a la antena retransmisora, me ha hecho casi alpinista. Y como por entonces no tomaba, mi condición, si me permite la expresión, era óptima.
Una víbora de brillante jade cruzó la vereda negra revuelta de humedad. Una aparición. Siguieron otras. Estos cerros son especiales, tienen lo suyo. Los hongos, Ƒve?, en los troncos podridos, en las esquinas de la hierba, en la mierda de los animales. Las sombras vibraban de chapulines y viento. Y el cerro, tieso. Como la estatua de un muerto.
Seguí subiendo. Me miraban, sin fijarse, los monos chatos, las calandrias de canto y de paseo, los tejones desmañanados, los sapos. En el monte los animales lo miran a uno más que de lo que uno a ellos. Nunca cargo además escopeta. No me da por la cacería. Poco me gusta la carne de monte, es correosa.
Propiamente un claro, un lugar donde uno vea el sol y se orillen las sombras, no hay en esas partes. Que haga calor es otra cosa. No lo provoca el día; hay cerros que se calientan solos hasta pasadas las diez. Y siempre húmedos. Antes de mediodía ya venía de regreso. Cuando la antena no está floja, ni encuentro cualquier otro problema, no me entretengo. Ahora, si hay que reparar algo, ahí sí ni modo.
Pero esa vez, todo en regla, no me entretuve. Le digo, ya regresaba. Y entonces apareció hecho la flecha Tzanín detuvo su constante carrera en un peñasco, meneó el bigote, y mirándome medio feo, dijo:
-Muy bonito, Lorenzo, muy bonito. Tu antena rechinó la noche entera y no dormí nadita.
Tzanín es terrible, deje decirle. Es lo que los campesinos de la región llaman un 'apestoso'. Parece zorro, rojizo y largo, pero es zorrillo. Y jefe.
-Hermano, no sabía -me disculpé.
-Más te vale traer mañana un '3 en 1' y aceitar las junturas. Un día de plazo. Y si no... -alzó, amenazador, su elegante cola.
-Descuida, hermanito lindo- me despedí temiendo su agarroso olor. Fui afortunado. Me concedió un día de plazo.
El cerro podrá no bajar, pero Tzanín, bien que sí. Y donde viniera a apestarme la cabaña, me partiría. Nada quita su olor, uno se intoxica, tiene que mudarse.
Por supesto que aceité al otro día las junturas de la antena. Hasta repinté los ganchos, cambié las tuercas, limé las escuadras oxidadas. Desde entonces no lo he visto. Con suerte, todavía duerme. Y si no, la culpa ya no es mía. El cerro, quieto, es la casa de Tzanín, pero uno la pasa mejor sin saberlo.