Una se llama Rosario
y hace todo lo que le sugieren para conseguir marido; de otra sólo
sabemos que su fugaz pareja la llamaba "chiquita", y a la tercera una
engañosamente impersonal "ella" sólo le queda, luego de
su primera aventura real en cincuenta años, "una extraña
metáfora" cuya imagen reboza elocuencia. Una implacable sensación
de lejanía e imposibilidad parece hermanar estos tres ejercicios
cuentísticos, con los que Ravelo, Castro y Escalona revisitan la
soledad del antes, el después e incluso el nunca de los juegos del
amor.
Afuera del cuarto duermen los otros participantes del seminario. Se supone que los llevaron a Matanzas para que no abundaran las tentaciones de La Habana. Es una estancia de salud, como dicen los organizadores, aislada a quince kilómetros de la llamada Atenas cubana, célebre por sus poetas. Él es uno de ellos, con su cuerpo flaco, con sus manos largas, con sus silencios de "mielda", como le grita su novia cuando se levanta del restaurante para dejarlo solo, en la noche muerta de una ciudad que no vive más que gracias a la aburrida telenovela que se transmite desde el televisor, en el café frente a la plaza principal. Para los cubanos parece ser muy atractiva la trama. De todas las edades, absortos, llegan y se ubican en las distintas mesas. Casi nadie consume pero a la dueña le importa poco, porque ella no gana nada. Es un poco esa filosofía de no gastarse, en la que militan casi todos los estratos de la población. Él se levanta de su mesa, sin gastarse apenas y camina hacia ella. Y la misma servilleta con la que se quitó la palabra "mielda" de la frente, es depositada sobre la única mesa en la que destacan una Coca Cola y un pan con jamón. Ella la abre, el poema es malo, pero con sentimiento. Más por llevarse una anécdota de regreso a su país, que por auténtico gusto, lo sigue. A la hora del cortejo es cuando los cubanos se gastan, se sobrepasan, se revaloran, se lucen, piensa ella, mientras escucha sonriendo el montón de halagos que le suben el color de las mejillas, que le hacen decirse en ese diálogo interno que casi todos tienen, pero más los escritores: ya estuvo, van tres cervezas y la casa de salud está a media hora todavía. El suave fresco de la noche solitaria, la convicción vencida después de caminar por una hora sin conseguir taxi para regresar, sus cerca de cincuenta años sin una aventura real, todas escritas, o sería la lengua en la oreja que el poeta cubano metió mientras estaba distraída, escribiendo en su mente el incidente, pero empezó a soltarse. No opuso casi resistencia cuando él la acompañó al cuarto, y cuando entró, fue insuficiente el tono dulce de su hablar paraguayo, que es como un canto. A un tiempo el pudor de que los otros escritores escucharan, la sabiduría de las manos del poeta, la llevaron a tomar la decisión de cerrar los ojos. Al día siguiente, a un lado del cuarto, en una extraña metáfora de la aventura, un condón inflado por el aire caliente del drenaje, acusaba a todos los varones del seminario, mientras ella sonreía pudorosa.
Quizás... No, más bien, yo tuve la culpa. Detenerlo, quería detenerlo pero no pude. Su cuerpo mágicamente bien marcado aumentaba el deseo con nuestra respiración agitada. Pensaba, pensaba que en ese momento era mío, no lo compartía con sus padres, el auto de fórmula, ni con ninguno de sus triunfos deportivos. Estábamos solos. Mientras, su mano pasaba ahí no por favor, no me toques susurré. Supongo que no me escuchó me duele, para. Sus ojos estaban en blanco y así también era bello. ¿Me amas? ¿Tú qué crees? Contesta. ¿Me amas? Sí, chiquita. Me besó, su lengua y la mía se recorrían entre los dientes y el paladar. Consiguió que callara. La piel se levantó con sus besos delicados por la nuca, deslizándose poco a poco a los hombros, el busto, mi ombligo. Incliné la cara, le toqué la barbilla, como señal de negación, él lo interpreto al revés. Tenía miedo. Vi negro. Húmedos, goteando. La música iba rápida y yo, bailarina al fin, no podía dejar de llevar con mi cuerpo el ritmo. Bien gorda, bien exclamó al faltarle el aire. Cansados, él hizo que recostara mi cara en su pecho, respirábamos hondo. La boca me sabía a estrellas, océano, ilusiones. Entrelazó sus dedos en mi pelo haciendo círculos, permanecimos unos minutos en silencio, me acarició el hombro, tomó del suelo mi blusa y me la dio. Ya me tengo que ir, ¿qué te pasa? Dime que esto no me hace mala. Claro que no, eres la niña más buena que he visto en mi vida. No estoy para bromas. No te enojes, nos hablamos. Sale. No dormí esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente de la siguiente. Él se volvió aire. Odio respirar.
Rosario compró una veladora, se acomodó el manto que le regaló su madrina, se acercó al altar de San Antonio y repitió la súplica que había aprendido: "Ay santito milagroso/ de rodillas te suplico/ mándame un muchacho rico/ joven, soltero y hermoso." Cada semana, durante tres años no le faltó la veladora y el rezo a San Antonio. "No, Chayo, es que además tienes que colgarle un milagrito de oro", le dijo Laura mientras cargaba en sus brazos a su hijo recién nacido, a la vez que sus otras dos criaturas se prendían de su falda y la llenaban de mocos. Una vez más, Rosario se acercó al santo, le puso la veladora y le colgó un milagro en forma de corazón. "San Antonio Milagroso/ te pido con devoción/ consígueme pronto esposo/ que me ame de corazón." Cada semana, durante diez años no le faltó una veladora al santito consigueamores; su túnica se adornó con los más de cien milagros que le colgó Rosario. "Se me hace que no le pones limosnas, por eso no te hace caso", le dijo Laura mientras cargaba al más pequeño de sus doce hijos. "San Antonio milagroso/ no olvides mi petición/ y ya no te tardes tanto/ mándame una tentación /no ves que ya no me aguanto", repitió en voz baja Rosario mientras depositaba en la urna unos pesos. Durante quince años no le faltó al patrono casamentero la limosna semanal, la veladora y otros ciento cincuenta milagros dorados de Rosario, quien esperaba con fe la respuesta del santo. "¿¡Nunca le has llevado flores!? ¿¡Con razón!?", le dijo Laura mientras cargaba a Jaimito, su nieto, hijo de Jaime, el mayor de sus dieciséis vástagos. El ramo enorme de rosas fue acompañado de la súplica: "Te ruego santo bendito/ no te olvides de mis cantos/ échame aunque sea un viudito/ no quiero vestir los santos." Toda clase de flores adornaron por mil ochenta lunes los pies de la figura sagrada, además de las ofrendas habituales. "Es que se le olvidó ponerlo de cabeza, doña Chayo. ¿Verdad, má?" Laura hizo un gesto afirmativo ante lo que dijo Laurita, su hija próxima a casarse. Dos semanas tuvo que esperar Rosario para
encontrar la iglesia sola y poder entrar. El olor a humedad y la semioscuridad
acompañaban el paso lento de la diminuta mujer que arrastraba una
escalera. Con esfuerzos la colocó y comenzó a subir. Su corazón
latía rápidamente, volteó para verificar que nadie
la vigilara, pisó el último de los dieciséis peldaños,
abrazó a San Antonio, pero el peso de la escultura venció
el equilibrio de Rosario. Quedó inerte en el piso, sin vida, cubierta
de flores y encima la túnica divina colmada de milagros.
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