Carta a Juan García Ponce No nos hemos visto muchas veces y cuando se me dio la oportunidad de hablar contigo fue en descansos de ensayos teatrales en la Casa del Lago o en el viejo teatro que la UNAM tenía frente a los arcos de ese acueducto de juguete que termina abruptamente a un paso de Insurgentes y que no tiene oficio ni beneficio, salvo el de dar carácter a esa zona de la ciudad tan plagada de edificios mediocres y carente de construcciones que alegren la vista. La última vez que te vi intenté acercarme para saludarte y decirte que el Premio Juan Rulfo de este año será entregado a uno de los mejores escritores de lo que podría llamarse nuestra generación, y a un hombre bondadoso y genial que, para los lectores de este país y del mundo, es un maestro capaz de compartir lo mucho que sabe, de comunicar sus deslumbramientos y de promover autores y obras de distintas latitudes. No logré mi propósito, pues estabas rodeado (y así debía ser) de las señoras y señores del Presidium. Además, llegó una lluvia torrencial, yo tenía prisa periodística, el toldo de Conaculta se bamboleaba bajo los ramalazos del temporal, un amable mesero dejó caer sobre mi saco una porción de tallarines con crema y parmesano, un señor discurseaba sobre ti y él (más sobre él que sobre ti) y en el horizonte se movía la amenaza de más desahogos retóricos. Así que te saludé en silencio, te felicité por el premio que pronto te entregarán los señores de Guadalajara, felicité a todos los escritores mexicanos por el notable acierto del Jurado, me despedí de mi compañera de baño de tallarines, Meche López-Baralt, la enorme crítica literaria puertorriqueña, y salí a paso veloz de la tienda azotada por los vientos. Rumbo a La Jornada me puse a pelear con la memoria (a mis años esta lucha es ya a brazo partido) y, esta vez sin mayor esfuerzo, te encontré en los ensayos de Los exaltados de Musil en el teatro de la UNAM. Ibas con frecuencia, seguías pacientemente los progresos y retrocesos de nuestros esfuerzos, participabas generosa y sabiamente en el trabajo de mesa y apoyabas en todo a nuestro director, tu amigo y alumno, Juan José Gurrola. Tengo muy presente la escenografía art déco de Fiona Alexander, la pintora escocesa que enriqueció con su talento a nuestro país durante unos años y que murió prematuramente en uno de esos siempre absurdos accidentes. Fiona se consiguió un prodigioso emplomado en una casa que demolían en la colonia Roma, y lo convirtió en el centro de una escenografía en la que predominaban los colores blanco y negro. Pienso en mis compañeros: Tina French, Carmina Martínez, Colombia Moya, Alejandro Aura, Martín Lasalle y Arturo Rosembluth. Con Gurrola al frente, nos embarcamos (contando con un apoyo escaso y poco convencido de nuestra valía de parte de las autoridades teatrales de la UNAM) en una ardua aventura que, de acuerdo con tus comentarios, iba más allá de los dramas pasionales y tenía como tema último y como clave de su sentido la nostalgia del carácter desintegrado de la juventud y de la ilusión del comienzo. Mi José resultó sermoneador a favor del orden. En una fotografía aparezco levantando un dedo admonitorio frente al desacato de Regina y de Tomás, obsesionados por su deseo de vida, libertad y placer. Durante los ensayos sentíamos tu presencia al fondo del teatro y nos tranquilizábamos al ver la luz de tu constante cigarrillo. Al terminar nos acercábamos a tu silla y escuchábamos tus comentarios y tus bromas. Fuensanta Zertuche, Martín Lasalle, José Ángel García, Marianito, nuestro director Juan José Gurrola, la escenógrafa Fiona Alexander y este bazarista, nos acomodábamos en la terraza de la Casa del lago para escuchar tus observaciones sobre las reglas de la hospitalidad y la unión de la teología con la pornografía en la obra Roberte ce soir de Pierre Klossowski (Balthus y sus ninfetas inquietantes estaban detrás de tus palabras). Empezábamos los ensayos y el entusiasmo era explosivo. Más tarde vino el estreno, el escándalo de los Herr Professors, el intento, afortunadamente frustrado, de censura; la formidable caja de espejos de Fiona, la talentosa dirección de Gurrola apoyado por Garcini y Ruiz Saviñón, Marianito y su tricornio napoleónico, los muslos jónicos de Fuensanta, el juego de billar con sus diálogos teológicos, el anillo en el clítoris, la señora de provida o algo así que me lanzó un decente escupitajo cuando estaba, ya cadáver fingido, en la capilla ardiente del vestíbulo de la casa lacustre. Todo pasa por la memoria vertiginosamente y todo lo preside tu magisterio antisolemne y generoso. Tengo una última cosa que decirte: hace algunos años estuve en un congreso literario en Viena. Peroré sobre algo que se me olvida y, a la hora del café con pasteles memorables, una señora alta, rubia y distinguida, se me acercó para preguntarme por México, Querétaro y el pobre Max. Satisfice su curiosidad y le pregunté su nombre. Se apellidaba Von Doderer y era pariente de Heimito. En ese momento me dijo: El principal estudioso de la obra de mi antepasado es un paisano de usted, Juan García Ponce. Gracias a él se volvió a despertar en el mundo de la lengua alemana el interés por su legado literario. El día que anunciaron tu premio
me puse a releer Los demonios y tu ensayo sobre la gran novela y
sus más de cien personajes. Recojo la frase de Heráclito
que corona ese ensayo: Destino es carácter. La encontraste para
comentar una novela de Von Doderer. Te la pido para hablar de tu obra y
de tu vida, pues hay en ellas la calma y la seguridad que, a pesar de todo,
se advierte en tu rostro y en tu sonrisa.
Hugo
Gutiérrez Vega
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