SABADO Ť 18 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Antonio Ortiz Herrera
ƑDónde quedaron las esculturas?
De algunos años a la fecha, existe la teoría de que la pintura y la escultura han muerto. De hecho, en cuanto a la escultura, esta teoría quedaría plenamente demostrada con la actual exposición en el Palacio de Bellas Artes, Escultura mexicana III: nuevas tendencias, al colocar a la instalación como una subdivisión de la escultura, pero con un lenguaje discursivo extremadamente superior. Sin embargo, la curaduría de esta muestra, que en lo fundamental estuvo a cargo de Itzel Vargas, tiene, además de los aparentemente ya crónicos errores de no realizar una investigación exhaustiva y no acudir a los talleres de los artistas, uno esencial en su génesis: la instalación tiene su propia historia, que no tiene nada que ver con la de la escultura, y que comienza a principios del siglo XX, justamente como una furiosa rebeldía a las formas y conceptos que subyacen a las artes ''tradicionales" como la escultura y la pintura. De aquí que resulte contradictorio el llamarle escultura a una instalación, provocando que Joseph Beuys se revuelque en su tumba, y el que la curaduría, más que constituirse en una propuesta, haga caer al espectador en un juego un tanto tramposo.
Ahora bien, dejando a un lado este ''pequeño" error conceptual que subyace a la curaduría de la muestra, la serie de trabajos incluidos (de excelencia la mayoría) hace una clara exposición de la evolución del arte visual tridimensional (por así decirle) en México, durante los últimos 15 años.
De entre la multitud de trabajos, sobresalen y vienen a darle sentido a toda la muestra la enigmática pieza de Kyoto Ota (una tina cubierta de una gruesa capa de hielo-hielo, debida al sistema de refrigeración adosado a ella) y el trabajo de Abraham Cruz Villegas (una inmensa instalación con botellas y cajas de cerveza Indio), ya que ambos trabajos resumen la actitud que a partir de los años ochenta comenzaron a tener muchos jóvenes artistas hacia la experimentación con inusitados y diversos materiales para la creación de nuevos lenguajes estéticos más congruentes con la realidad de una sociedad mexicana que se descubrió a sí misma después de los terremotos de 1985, y que encontraron, las más de las veces, en la práctica interdisciplinaria el medio ideal de expresión.
Muchos de estos jóvenes artistas también impulsaron la creación de espacios alternativos para la exhibición de sus propias obras, fuera de los circuitos estatales y comerciales de la cultura, como La Quiñonera, el Salón des Aztecas, Temístocles, La Panadería y Kurimazoto entre muchos más. Artistas que son fundamentalmente los que se encuentran en las salas del primer piso de la muestra, pletórica de obras que, a pesar de los años transcurridos, conservan aquí la fuerza de su propositividad inicial y su transgresión de los géneros: la espectacular cruz lumínica de Adolfo Patiño, los objetos de Diego Toledo, el pequeño jardín de Francis Alÿs, el puesto de chicharrones de Gabriel Kuri, el sumamente anaranjado collage con objetos de plástico y vinil de Melanie Smith, la instalación con nopales de Eloy Tarsicio, y esculturas, éstas sí, como la esfera acapulqueña, compuesta por una infinidad de pequeños mosaicos, de Sofía Taboas, la pequeña fruta metálica de Inmaculada Abarca o las gigantescas hojas de resina realizadas por Yolanda Paulsen.
Mas la confrontación entre instalaciones, objetos de arte visual y esculturas alcanza su clímax en las galerías del segundo piso, quedando la escultura ''tradicional" en un plano secundario ante la fuerza discursiva de objetos e instalaciones, como sería la pequeña lengua humana con arete de Teresa Margolles, las señoras inflables de César Martínez, la vitrina con chinita y venado disecado de Mariano Rivera o la singular pieza de Mónica Castillo ''modelo para autorretrato". Son diversos los motivos que llevan a colocar en un segundo plano a la mayor parte de las esculturas presentes en esta exposición; la simple y llana repetición de formas y caminos explorados en los años sesenta, como sucede con los trabajos de Antonio Nava, Noemí Ramírez y Andrea Córdova, cuando no a la limitación del empleo de una rigurosa técnica que llega a sabotear el trabajo artístico mismo, transformándolo en un objeto cuasiartesanal, como sucede con las obra de Reynaldo Velásquez, entre otros.
Ahora bien, aun cuando en esta exposición la escultura, entendida de manera académica, queda en un segundo plano discursivo la mayoría de las veces, tal vez por la no muy afortunada curaduría, obras como la presentada por Federico Silva Lombardo, abstracta a cual más y sin caer en el geometrismo, así como las piezas que se encuentran en el interior de los ''talleres" de decenas de jóvenes artistas, esperando la visita de curadores y su salida a ese nuevo tipo de espacios alternativos son, como los raves o la calle, piezas que, a pesar de todo, confirman que la escultura sigue más viva que nunca.