SABADO Ť 18 Ť AGOSTO Ť 2001

Ť Javier Wimer

Expediente abierto

Hace varias semanas un hombre fue asesinado tumultuariamente en Santa Magdalena Petlacalco y del episodio sólo se sabe que fue consecuencia de un intento de robo en la iglesia del pueblo. Nada ha quedado en claro debido a que, a pesar del paso del tiempo, no se ha emprendido ninguna investigación ni existe una versión oficial de los acontecimientos.

Hay, es verdad, unas infortunadas declaraciones del jefe de Gobierno de esta capital que podrían haber cerrado el caso si se tratara de un incidente menor y no de un homicidio, delito que debe perseguirse de oficio. Es, pues, no opción, sino ineludible obligación del procurador general de Justicia del Distrito Federal tomar cartas en el asunto, abrir una investigación que satisfaga el interés jurídico de la sociedad.

Sabemos que se trata de una tarea compleja e ingrata, por decir lo menos, pues implica investigar en el seno de una comunidad hostil, como todas, a una intervención de la autoridad en asuntos que considera, equivocadamente, ajenos a su competencia.

Sin embargo, estas incomodidades son propias del oficio de gobernar y no deben inhibir la aplicación de la justicia ni vulnerar el principio de la generalidad de la ley. Graves son los riesgos de intervenir, pero más aún no hacerlo. Para comprender las consecuencias de esta renuncia al ejercicio de la acción penal basta preguntarse: ¿qué habría pasado o podría pasar si la víctima del linchamiento fuera un periodista extranjero? ¿Acaso resultaría pertinente alegar que se trata de una tradición local o que la interpretación de la ley depende de la nacionalidad de la víctima?

También interesa conocer las posiciones de la opinión pública en torno del linchamiento. Son numerosos los comentaristas que se han ocupado del tema y es amplio el espectro de sus pareceres, pero, sin mayores rigores taxonómicos, se pueden dividir en tres grupos principales: uno lo celebra como un acto de justicia inmanente; otro lo condena, pero lo justifica; otro más lo presenta como un delito sujeto a la acción de la ley.

El grupo de los ángeles exterminadores está constituido por acérrimos partidarios de la pena de muerte, venga de donde venga y le toque a quien le toque. Generalmente confunden causas con efectos y piensan que el remedio para cualquier mal es matar a quienes lo encarnan o lo representan. Líderes o manifestantes, delincuentes menores o asesinos en serie. Los miembros de esta cofradía son, en consecuencia, favorables a cualquier ejecución sin juicio y linchadores en potencia.

En el grupo exculpatorio se encuentran los santos varones de la derecha y de la izquierda, que se especializan en explicar cualquier fenómeno particular por el abrumador conjunto de la historia universal y en aprovechar cualquier pretexto para hilar interminables discursos sobre el origen de la injusticia social. A sus emisarios no les interesa la justicia en particular, sino en general.

Por último están los modestos partidarios del sentido común y del derecho, quienes no confundimos el ejercicio de los derechos políticos con la violencia callejera, las luchas sociales con los delitos comunes; quienes, sin renunciar a situar el delito en su contexto social, podemos afirmar que el linchamiento es una práctica antigua, universal, abominable y cuyo carácter tumultuario no la libera de su condición de delito. La aceptación de esta verdad simplísima permite cualquier debate razonable.

Es necesario reconocer, en primer término, que hay ciertas formas de opresión social y de injusticia legal que invitan a soñar con formas de justicia directas y eficaces. De esta necesidad nacen los bandoleros románticos, los héroes revolucionarios y también el improvisado tribunal de Fuenteovejuna. Pero ningún extremo justifica el horror de un crimen que es expresión del amok, de ese delirio homicida que surge de los abismos del inconsciente humano.

El objetivo del linchamiento no es la justicia, sino satisfacer el apetito de matar. No es, siquiera, castigar o vengarse del pecador o del culpable, pues a la multitud no le interesa que sea, en verdad, pecador o culpable, sino el cuerpo o los cuerpos disponibles para participar en el crimen ritual.

Santa Magdalena Petlacalco se agrega al nombre de poblaciones como Tajimaroa o Canoa, cuya celebridad depende de sus linchamientos. O, para ser más precisos, del exitoso desarrollo de sus linchamientos, pues hay algunos que son interrumpidos por la fuerza pública y que no culminan con el esperado sacrificio. La muerte es aquí, como en la tragedia clásica o en la fiesta de toros, una exigencia del espectáculo.

No es posible, por desgracia, impedir los crímenes, sean individuales o colectivos, pero al menos es posible desalentarlos mediante la aplicación estricta de las normas legales. Estas constituyen el paso indispensable para liquidar la cultura de la impunidad, para recordarnos que la libertad del ciudadano sólo puede florecer en el imperio del derecho y que, como dice Rousseau, donde disminuye el vigor de las leyes no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.

Alguna vez le pregunté al maestro Francisco González de la Vega, ilustre teórico de derecho penal y pulcro procurador general de la República, ¿qué debía hacer la autoridad para perseguir los delitos colectivos sin atentar contra la justicia? La respuesta es simple -me dijo-: hay que consignar a tres o cuatro personas que sean notoriamente culpables y castigar en ellas la conducta de todo el pueblo.

El expediente de Santa Magdalena Petlacalco permanecerá abierto mientras el procurador del Distrito Federal no lo tome en sus manos, mientras apueste al olvido en vez de cumplir con su obligación constitucional de aclarar este asesinato.