sabado Ť 18 Ť agosto Ť 2001

Ilán Semo

Gramática del olvido

La historia reciente de los pueblos indígenas es una historia inédita. Sólo siete años han transcurrido desde el levantamiento del primero de enero de 1994. Parecen un siglo. Si habitaba en las sombras, el mundo indígena se transforma en un sujeto activo y paradigmático del laberinto público, pero sobre todo se transforma a sí mismo. El movimiento de las Cañadas en Chiapas no sólo fue una rebelión contra el régimen de Carlos Salinas de Gortari sino una revuelta contra su propia historia. De un submundo que habita en las glosas del pasado y en las referencias sociológicas de la marginalidad, las sociedades indígenas devienen una presencia esencial en la encrucijada que aguarda todavía al reorden de una nación en búsqueda de su destino democrático.

La exigencia del derecho a la autonomía admite innumerables lecturas. Hay una que resulta inevitable y cobra carta de ciudadanía desde la formulación de la ley Cocopa: los pueblos indígenas han acabado por desistirse del tutelaje del Estado; renuncian a él con un hasta luego político y jurídico, cultural y moral. ƑHacia dónde van? Nadie lo sabe, ni ellos mismos. Sólo exigen el derecho a una vía que ya no es la del Estado pastor, que paternaliza su propio abandono. "No venimos a implorar, no venimos a exigir, sólo pedimos que nos escuchen, que nos dejen hacer..." Son las palabras que rubrican la despedida de los representantes del EZLN del recinto de San Lázaro en el mes de marzo. También marcan la advertencia de un reorden que apunta ya no a una habitación dentro del Estado sino a una cohabitación frente a él. La noción más sencilla que lo expresa es la del autogobierno, no sólo de su política sino de su mundo económico, cultural y social inmediato. La más jurídica y compleja es la de la autonomía.

La ley Cocopa, aseguran quienes sostienen a la ley Cevallos-Bartlett, que Vicente Fox acaba de certificar, es el resultado de una contingencia: la negociación entre los representantes del gobierno de Ernesto Zedillo y los del EZLN. Tal vez. También es el resultado de una experiencia, terrible y amarga, que recorre el siglo XX, incluso desde los últimos años del Porfiriato. La absorción de las comunidades indígenas por el tutelaje y el clientelismo de un Estado que nunca dejó de ser abrasivo redundó en saldos contables: pobreza, marginación, abandono y autoabandono. ƑPor qué recorre una vez más el mismo camino? La ley indígena de Vicente Fox hace de esta historia una petición de olvido. Precisamente ahí donde la memoria no es un ejercicio ritual sino una herramienta política: la herramienta de la sobrevivencia.

Es paradójico que los preceptos que sostienen la nueva ley se rijan, en rigor, por la lógica contraria que sostiene, ya con visibles dificultades, la discursividad gubernamental. A la sociedad se le pide empresarialidad, iniciativa propia y destinos apartados del erario público. A los pueblos indígenas se les impone que acepten una hipotética obligatoriedad del Estado para satisfacer sus necesidades a cambio de que no abandonen el tutelaje público. Es la misma retórica que inspiró el Departamento de Asuntos Indígenas de los caudillos sonorenses y la fundación del Instituto Nacional Indigenista, que entendió a los indígenas como otro de los sectores corporativos del viejo sistema político. También es paradójico que una política obsesionada con reducir, recortar y disminuir la esfera estatal en todos los ámbitos de la vida pública adquiera su connotación contraria en el caso de los pueblos indígenas. Pocas cosas aligerarían más la carga del Estado, así sea en el orden cada vez más precario de la responsabilidad social, que otorgar el legítimo derecho de autonomía a las culturas indígenas.

La política tradicional del Estado hacia el mundo indígena lo transformó en un cúmulo de sociedades de omisión. La nueva ley quiere sustituir este hecho por una herramienta más sofisticada, el control mediado por la fragmentación: enfrenta a las propias comunidades entre sí en una competencia por su "representación". Los pueblos indígenas han devenido, como los partidos por ejemplo, "entidades de interés público". Es obvio que alguien dará ese registro, alguien más lo certificará y alguien más lo financiará. Ninguno de estos álguienes pertenece, según la ley, a las propias comunidades. Una vez más una ley que cifra a ciudadanos de segundo orden, debajo incluso de las garantías que estipula el derecho municipal.

Hay leyes que resultan indiferentes. Otras devienen funcionales. Y otras más redundan en agravios. No es difícil calcular el destino de esta nueva ley indígena.