JUEVES Ť 16 Ť AGOSTO Ť 2001

Olga Harmony

El Gordo y el Flaco se van al cielo

Ignoro por completo, porque no es mi campo, si los historiadores y analistas del cine han hecho una reflexión sociológica acerca de lo que representó de iconoclastia la pareja de Stan Laurel y Oliver Hardy, los entrañables el Gordo y el Flaco. Recuerdo que en los cines de mi infancia no podían faltar, junto al noticiario RCA, los episodios de Flash Gordon y cortos ''culturales", alguna cinta de la pareja de cómicos. Nos hacían reír, de veras, como a muchas otras generaciones que los pudieron ver en cine y televisión. En esos no tan ingenuos tiempos, las delicias del pastelazo y la sistemática destrucción del entorno eran un grito liberador para los reprimidos infantes de la época. Nos reíamos entonces con sus gags, como nos reíamos con otros cómicos y con situaciones que no lo eran, como las mostradas en los noticiarios de las alemanas llevando carritos de niños llenos de devaluados billetes para comprar el mandado, o los extenuantes bailes de resistencia de los -entonces no lo sabíamos- desocupados en busca de unas monedas y algo de comida. Hitler a su horrible manera y Norman Mailer, mucho después, pusieron las cosas en su lugar.

Creo que de muchos modos el Gordo y el Flaco coincidieron y mostraron los terribles años de la depresión que golpeó a todo el mundo y con singular fiereza a los estadunidenses. Resultado de una clase media empobrecida, obligados a hacer de milusos y en muchas ocasiones a llegar a la pillería, los personajes representaban la misma cara de una moneda. Stan Laurel, el Flaco, contaba con toda nuestra simpatía por su absoluta inutilidad, su propensión al llanto y los inolvidables momentos no realistas (aparecía sosteniendo en la boca un foco encendido, cargaba en primer lugar una larguísima tabla que ocupaba toda la pantalla para aparecer sosteniéndola al final de la misma). Pero era el Gordo quien mejor representaba a esa clase depauperada que intentaba mantener su orgullo con la supuesta exquisitez de modales que intentaba imponer a su compañero. En alguna ocasión se les conoció casa, pero la mayoría de las veces eran dos más de los muchos desocupados.

Paul Auster los lleva al cielo y los obliga a construir interminablemente una barda, en un texto que mucho recuerda a Esperando a Godot, de Samuel Beckett, con lo que probablemente pagan las viejas destrucciones pasadas. Auster, un ''autor de culto", como se dice ahora, utiliza a los entrañables personajes en una mezcla de grotesco y sutileza, con reflexiones acerca de la muerte y la vida, la actuación, las diferencias en lo que finalmente es un grato compañerismo. No olvida alguna escena no realista, como la levedad de los ladrillos en un momento dado, ni los destrozos que ambos hacen de sus ropas, o la pomposidad del Gordo a la hora del almuerzo. Auster y el Gordo y el Flaco son, conjuntados, un imán que atrae a numeroso público joven y leído.

Hay, sin embargo, muchas fallas en la escenificación que destruye lo que debería ser una mezcla perfecta por extraña. En primer lugar, la inconsistencia mayor que estriba en la caracterización de los dos personajes, tan presentes en el ánimo del espectador, que debiera deberse más a la actoralidad y menos al desagradable maquillaje. Mario Oliver se acerca más a interpretar al Flaco, aunque utiliza el movimiento de agitar la corbata con los dedos que era un tic famoso del Gordo, con el que mostraba su autocomplacencia. Emilio Ebergengy, quien también dirige (en una escenografía simple y abstracta, con dos cintas de película a ambos lados, de Juliana Faesler) nunca logra los modales pausados, pretendidamente elegantes y de dominio de las situaciones, del Gordo, lo que frustra cualquier buena intención que se pudiera tener.