jueves Ť 16 Ť agosto Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
ƑPartidos o franquicias?
La democracia moderna se sustenta en los partidos. Y aunque a éstos se les cuestiona con buenos argumentos y de tarde en tarde se decreta su decadencia final, lo cierto es que no se ha encontrado una fórmula mejor para canalizar la voluntad popular asegurando, al mismo tiempo, la gobernabilidad política. En otras palabras, los partidos son necesarios para garantizar el funcionamiento del sistema, aun cuando tengan insuficiencias difíciles de reparar. Cada uno de ellos representa los intereses, las ideas y las aspiraciones de una franja de la sociedad civil que los distinguen claramente de los demás, de modo que, al menos en teoría, no se quede nadie sin una representación política adecuada.
Generalmente, el número de partidos es limitado y se ajusta en cada país a circunstancias históricas y sociales precisas, de modo que el régimen de partidos se conforma a través del tiempo con un número peculiar de organizaciones reguladas por la ley. Hablamos así de un sistema "bipartidista", como en Estados Unidos, o de un pluripartidismo como el que se da en México o en Italia. Pero en la mayoría de los países democráticos, además de los grandes partidos, existen otros generalmente más pequeños que no caben o no se identifican con los primeros y cuya importancia radica no tanto en el número de sus votantes como en la naturaleza de sus propuestas y en el consenso democrático que el respeto a la pluralidad ayuda a construir. Ningún beneficio obtendría la democracia con suprimir un partido debido a su tamaño por temor a una supuesta "pulverización" y, en cambio, flaco favor se le haría a un régimen de libertades si se anulara la libre expresión de una idea política, por mucho que ésta parezca a los ojos de la mayoría irrelevante o insensata.
Es natural que en tiempo de cambio proliferen los partidos, pues ello indica que la sociedad está en busca de nuevas ideas e identidades. En España, la transición puso en la escena electoral una constelación de pequeños partidos de todo tipo. En cierta forma se trata de un proceso natural de ensayo y error, de cuestionamiento crítico a las viejas instituciones políticas y de adaptación a circunstancias inéditas. Antes de la Ley Putin, por ejemplo, existían en Rusia más de 180 partidos y grupos políticos disputando el voto ciudadano. En Italia y Gran Bretaña, además de las grandes formaciones, pulula un mundo de partiditos y grupúsculos de cualquier clase, pero a nadie se le ocurre decir que son un fardo porque "dividen" al electorado, sino todo lo contrario: representan voces que el "sistema" dominado por los grandes partidos no logra encauzar.
En México, como es natural, no nos quedamos atrás. El Instituto Federal Electoral (IFE) supervisará en los meses que vienen el proceso mediante el cual más de medio centenar de organizaciones se propone obtener el registro legal a fin de gozar de los beneficios y prerrogativas que la ley otorga a los partidos como entidades "de interés público".
Y una vez más saltan a la palestra los furiosos podadores del jardín del tripartidismo que ven con recelo el crecimiento de tanta mala yerba en su coto particular. Como una medida para controlar esta dañina plaga se menciona la posibilidad -o la exigencia- de elevar el porcentaje de votos necesarios para mantener el registro, de modo que sea muy difícil para un nuevo partido lograr sus objetivos. Pero ésa es una salida que no convence, pues no altera el hecho de que la ley actual ya es una criba difícil de superar para los grupos políticos auténticos y es un obstáculo demasiado endeble para quienes solamente ven la política como un negocio, ya que mediante una modesta inversión y habilidades clientelares resulta sencillo pasar la prueba de las asambleas que, según la ley, sirven para demostrar la vitalidad de una corriente política, aunque carezcan de planteamientos y propuestas singulares.
Antes que medir la fuerza real o potencial de los partidos habría que preguntarse por la naturaleza de sus propósitos, pues hay agrupaciones que se forman sólo para defender intereses espurios o, simplemente, para medrar con los fondos públicos.
Es una vergüenza, desde luego, que estas últimas gocen de todos los privilegios de ley, pero es doblemente desmoralizador que esos grupos fraudulentos sobrevivan gracias a las alianzas sin principios establecidas legalmente con varios de los grandes institutos partidarios. Los legisladores debían pensar en un mecanismo que impida en lo sucesivo el uso de tales franquicias en vez de darle paso al abultamiento excesivo de ciertos requisitos que en el fondo no intimidan a los fraudulentos, pero sí desaniman, en cambio, a los grupos de ciudadanos que buscan hacer valer sus derechos políticos. Si la ley ha de cambiarse, que sea para mantener y reproducir la pluralidad democrática, no para recortarla con criterios de tendajón.