LUNES Ť 13 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Mesera de día
De terciopelo sus guantes púrpura casi hasta el codo, echó mano al Dunhill de oro y encendió un Benson and Hedges large, ensartado en una fálica boquilla de plata. Quería disimular, pero le temblaba el pulso.
Quién era esa fulanita que se atrevía a contrariarla. Sensible siempre al rugido de la moda y lo que calienta a los hombres, había ordenado cortarse el pelo a la garçon a todas las meseras del Barbital, establecimiento gastronómico que servía de tapadera diurna al antro en que doña Delfina fincaba su verdadero negocio y su verdadero nombre. Ya parecía que iba a permitirles a las niñas del Barbital subterráneo ínfulas como la de esta Susana. El secreto profesional de Delfina consistía en evitar los problemas, al costo que fuera; en su giro los riesgos son altos.
Las meseras de día pertenecían a un sindicato de servicios de la zona centro, tenían seguro social y abogados para empujar un pleito en Conciliación y Arbitraje. Por eso el sobresalto cuando una de ellas decidió que no se cortaba el pelo. Que la empresa no tenía derecho. Que se ponía las minis del uniforme porque le gustaban, pero del pelo no iba a cortarse ni las puntas.
A Delfina le cayó como bomba, porque con el ejemplo de la revoltosa, las demás tampoco obedecieron. Resulto que la agitadora ésa conocía las cláusulas del contrato, las de letra más chiquita. Las niñas de la noche ni leer sabían, con esas se trabajaba más fácil. Pero como las de día necesitaban papeles, eran derechas, hasta estudiaban. La tal Susana, luego se fue a enterar, había terminado la preparatoria en La Viga.
Y peor se puso Delfina cuando, atando cabos, comprendió que esa misma revoltosa fue quien la metió en aprietos con el Partido hacía unos meses. Al recabar las habituales cuotas para el PRI, en el restorán resultó que las meseras nomás no. Niguas. Pensó correrlas, pero se contuvo. Lo que menos quería era llamar la atención con un escándalo laboral. Y ahora lo del pelo.
A Delfina le venía nostalgia de los tiempos de López Mateos, tan caballero, lo conoció. Ella era joven. Empezaba. Todavía con Díaz Ordaz, las autoridades limpiaban la superficie para fines de decencia y orden, y la clandestina parranda siempre hallaba inspectores comprensivos y jefes de sector adictos a las propinas. Igual que ahora, pero más sencillo.
Había dejado suelto demasiado tiempo al Barbital de día. Toda la vida se levantó tarde, así que el restorán funcionaba mientras ella dormía. El administrador atendía otros asuntos y no vigilaba lo suficiente a la planta laboral. Ah los viejos tiempos, cuando las muchachas obedecían, y hasta eran agradecidas. No que estas meseras, aliadas con el personal de cocina y bodegas, desfilaron el Primero de Mayo con los sindicatos independientes.
Ella, que ha tratado tanta puta, tenía un tercer ojo para detectar a la puta que cada mujer traía dentro. Y no siempre la encontraba. Ella, que atesoraba en su interior un gran puta, y muy buena en sus años de esplendor, no sabía manejar mujeres que no se venden, le parecían de otro planeta. Por primera vez en su larga carrera, tuvo que reconocerle a una empleada el derecho a no obedecer, imposibilitada para poner a la fulana de patitas en la calle, que es lo único que quería.
Sobre su mesilla de caoba yacía el documento de las empleadas. Mimeografiado. Ya lo andaban repartiendo en la vía pública. Una encendida defensa de sus derechos a la integridad capilar y la libertad de hacerse cola o trenzas. Y enseguida, la cláusula del contrato colectivo que en mala hora autorizó firmar a sus abogados. Acostumbrada al viejo estilo, pensó que el sindicato seguía bajo control. Aquel año, corrían los ochenta, la sección a que pertenecía la plante del Barbital dejó la CTM, pasó a la oposición, y Delfina, ni enterada.
Como anuncio de shampoo, Susana giró el cuello para que su larga cabellera ondulara en cámara lenta llenando de aroma el aire. La curva de ceniza en la punta del cigarro de Delfina, muestra de que había recuperado el pulso, se desprendió, cayó en la copa de coñac y lo echó a perder. El guante púrpura cerró el puño y el rostro de la doña tragó rabia.
Susana sonreía. Insolente. Salió sin despedirse de la patrona, aunque sí de la secretaria, Chonita, que vio a Susana cruzar la puerta del salón a todo pelo. ƑSe llama envidia lo que sintió? O acaso miedo. Pero no, para futuros descalabros de doña Delfina, lo que la secretaria sintió al paso de Susana fue respeto.