Ť Vilma Fuentes
La escritura del ojo
El fotógrafo es un exhibicionista secreto. Mantiene los ojos agazapados en la oscuridad del cuarto donde sólo revela su propia mirada. La misma que oculta tras la cámara. Es difícil reconocerlo porque carece de rostro. Su identidad, las señales con que reconocemos a un panadero, a un usurero o a una mendiga, se velan en su cara. El sólo puede revelar su mirada.
Cuando conocí a Graciela Iturbide, en París 1975, me sorprendieron su belleza y su ausencia. Me trajo una carta de uno de los seres más queridos: Fernando Cesarman. Esa era su identidad. Nunca podría conocerla, saber quién era. Antes de ella, vivió conmigo una cirquera. Después, una actriz... en realidad, una extra. No puedo acordarme, porque nunca lo supe, cómo llegó ni cómo se fue Graciela del diminuto estudio de Boulogne. Pero me dejó su ausencia.
Pasaron los años (¡qué otra cosa podía pasar!). Graciela Iturbide siguió agrandando esa invisibilidad que tanto deseé cuando chica. Uno de mis tres deseos. Pero me acuerdo de frases -confidencias de amor, sin duda: Graciela no conoce un odio distinto al de la muerte que le robó más que el futuro-; de una tonada musical : la ópera de Kurt Weill cantada por Lotte Lenya ; de un avión privado esperándola, al que Graciela ''no acusa recepción'', pues prefiere jugar a La Strada en la calles de París, donde atrapa al vuelo las imágenes errantes que irán formando, de una ciudad a otra, de un campo a un valle, de una carretera a un pueblo, de un río a un cielo, el rompecabezas que es una vida.
Si un pintor pinta lo invisible -esa cosa mentale que es la pintura-, Graciela Iturbide fotografía lo oculto. Autorretrato enmascarado, Francisco Toledo con el antifaz que le presta un murciélago, rostros escondidos que sólo descubren su secreto a la mirada. Enigmas y jeroglíficos. Viaje y vuelo. Ulises e Icaro.
Graciela busca las alas de los ángeles y trata de fijar el infijable vuelo de los pájaros. En el cementerio de Juchitán, Oaxaca, en Delhi, en New Castle, Inglaterra, en Tampa, Florida. Un colibrí revolotea en el jardín de su casa, en el barrio del Niño Jesús, Coyoacán. Graciela lo deja en libertad. Su cámara no dispara esa tarde lluviosa cuando volvemos a encontrarnos, con Jacques Bellefroid y con Carmen Parra. Los cuatro emprendemos una carrera bajo el aguacero para llegar a la casa de Manuel Alvarez Bravo. Piedra de lava, arquitectura barroca, baño de paredes tan altas que desgajan el vacío en medio de los objetos y objetos que pueblan las otras piezas. Polvo y cenizas alrededor del hombre casi centenario, tranquilo y curioso, ávido de vida. Crepúsculo de las horas.
Regresamos empapados a casa de Graciela.
Conjunción sin sorpresa, esperada como una cita : la fotógrafa y la pintora acechan el vuelo de los pájaros entre los árboles, buscan atrapar las configuraciones del aire, cometa invisible, luz detenida -nos relata Carmen Parra- en un laboratorio, viaje infinito de la luz cayendo en cascada para verse presa. De la cámara, del pincel. Imagen pura de lo invisible. Un ángel pasa. Es el silencio del cuarto oscuro donde la luz se revela. Los ojos azules de Graciela sonríen mientras nos muestra algunas fotografías : platinos y heliograbados. Alrededor de una cruz vuelan cientos de pájaros. Las imágenes de Hitchkok se levantan durante un instante, para desvanecerse de inmediato, no sin dejar su huella. Las visiones de Iturbide parpadean sobre el papel donde quedaron fotografiadas. Un verso de Hölderlin revolotea :
''Delante de la luz cantan los pájaros.''
Pentagrama hecho de luz, pájaros que se vuelven notas inscritas en el viento. Anuncio del crepúsculo matinal: la cámara de Iturbide atrapa el sonido musical del torbellino donde vuelan los augurios y las aves. Escritura enigmática sobre el papel de la fotografía. ¿Quién podrá leerlo y decirnos el secreto que encierra? Escritura que se desvanece en el instante mismo que se forma. Misterio que sólo revela otro misterio. ¿Graciela Iturbide lo supo cuando tomó esa foto ?