JUEVES Ť 9 Ť AGOSTO Ť 2001
Emilio Pradilla Cobos
La violencia y el gran capital
La aristocracia del gran capital, agremiada en la Confederación Patronal de la República Mexicana y la Asociación de Banqueros de México -hoy controlada por representantes del capital bancario trasnacional-, ha protestado por el retiro de la policía del interior de los bancos, decidida por el Gobierno del Distrito Federal ante la negativa de los banqueros a pagar su costo. El argumento de los empresarios es que el gobierno local tiene la obligación de garantizar la seguridad pública; esta verdad es relativa y motiva la discusión sobre aspectos cruciales del grave problema de la violencia que afecta a la capital y a todo el país.
Como señaló el secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, el gobierno tiene esta responsabilidad en el ámbito público, no en el privado; si no fuera así, al igual que los banqueros, todos los ciudadanos tendríamos derecho a exigir un policía armado y bien comunicado al interior de las instituciones, las empresas y los hogares. En esta absurda situación, en el Distrito Federal serían necesarios más de 2 millones de agentes, armas de alto calibre y destinarle todo el presupuesto público, pues ahora se gasta una cuarta parte de él en esta actividad socialmente improductiva dejando de lado muchas otras necesidades de la reproducción social.
Además, estaríamos en un Estado policiaco, metido en la privacía de todos. No vemos por qué habría que conceder a los banqueros este privilegio adicional, además de "rescatarlos" de su propia incapacidad, lo que le costará a los mexicanos cerca de 800 mil millones de pesos en impuestos, canalizados a través del Fobaproa-IPAB, para terminar entregando los bancos al capital bancario trasnacional.
El recrudecimiento de la delincuencia en estos meses valida la tesis de que ella tiene una causa estructural innegable: el profundo deterioro económico y social sufrido por la mayoría de los mexicanos y capitalinos, sintetizado en la pobreza o miseria en que viven dos tercios de ellos; esta tesis se sustenta en el aumento sin precedente de la violencia durante los pasados 20 años de crisis ininterrumpida. En estos años el producto interno bruto creció a tasas promedio menores a las del incremento de la población; sólo una décima parte de las empresas se benefició con la globalización, mientras decenas de miles de micro, pequeñas y medianas empresas desaparecieron o se estancaron; la economía no creó empleos suficientes para atender la oferta de mano de obra, y el desempleo real afecta a más de 40 por ciento de la población activa y la hunde en la informalidad y la delincuencia para sobrevivir; el salario real cayó a menos de un tercio de su valor en 1976; se acumularon grandes déficits de vivienda, infraestructura social y servicios básicos; la niñez y la juventud carecen de oportunidades educativas y recreativas de calidad y en cantidad suficiente, y la familia se descompone en el hacinamiento y la miseria.
Además persiste un alto grado de impunidad brindado por un sistema judicial y policial de bajo nivel de calificación, mala remuneración y educado en esa cultura pública y privada durante varias décadas.
Hoy, en medio de una desaceleración económica cerca de la recesión, sometidos a los vaivenes especulativos del capital mundial y a la competencia inequitativa con las potencias económicas, con un crimen globalizado que usa las grietas del sistema financiero mundial para infiltrarse y lavar su dinero sucio, todos estos fenómenos se agudizan al extremo. En especial se agrava la crisis del campo, empujada por la competencia desleal de productos importados libremente y la falta de políticas públicas, expulsando a miles de campesinos cuya alternativa es correr riesgos mortales en su migración a Estados Unidos, donde son sobrexplotados, oprimidos y excluidos, o convertirse en mano de obra barata para el crimen organizado.
No hay duda de que esta situación estructural es el producto de la aplicación salvaje de las políticas neoliberales y de la integración dependiente, subordinada y sin soberanía a la globalización capitalista, impuestas por el gran capital monopolista nacional y trasnacional en alianza con su representación política en el PRI y el PAN; por tanto, la aristocracia del dinero tiene que asumir la responsabilidad de un fenómeno social que ayudó a generar.
Los empresarios no pueden esperar que en una situación de crisis social y moral como la que vive el país los desempleados y empobrecidos desechen el camino de la delincuencia para sobrevivir. Afirmarlo es sumar ceguera y engaño. No es lógico generar un problema y pretender que otros lo resuelvan por la fuerza.
La aristocracia capitalista no abandonará voluntariamente las políticas socioeconómicas que la benefician, pero que al menos dedique un poco de sus grandes ganancias a protegerse a sí misma, a sus empleados y a los clientes que les aportan el capital con el que trabajan.