El cáncer de Bánzer
Cáncer y Bánzer son dos de las palabras más feas que pueda concebirse y para colmo resulta que riman. El viejo gorila dimitió a la presidencia boliviana para sumergirse, en Estados Unidos, en una tina de quimioterapia de perspectivas inciertas. Su mutis político, forzado por el clínico, me hace pensar en las paradojas de esos secuestradores de la democracia que luego se sirven de ella para volver al poder público, como Efraín Ríos Montt en Guatemala, quien, con su obsceno control del Congreso, impide cualquier posible credibilidad a la institucionalidad de ese país centroamericano.
Puede pensarse que si Bánzer, tras su dictadura cuartelaria, pudo ejercer por la vía de las urnas un mandato sin más límites que la metástasis, y si el genocida guatemalteco exhibe desde una curul su impunidad ofensiva y exasperante, ello se debe en buena medida a respectivos regímenes oligárquicos en los cuales la democracia no es esencia ni contenido sino puro ornato de república bananera -o minera-; es una interpretación posible, aunque fácil, que culmina en la execración del imperialismo estadunidense o del Fondo Monetario Internacional como las fuerzas de imposición de esos personajes ciertamente impresentables.
Pero tal vez los panoramas humanos de Bolivia y de Guatemala sean más complejos que los autos sacramentales con que alguna izquierda continental tiende a sustituir el análisis, y acaso estos ejemplos de gorilas reciclados a los hábitos democráticos sean, aunque desagrade, expresión de fuerzas y sectores sociales reales, para cuya definición no bastaría la lógica de la lucha de clases: salvo en casos de fraude regular y masivo, que los hay, la aritmética electoral no permite entender por qué la burguesía casi siempre le gana los comicios a la clase obrera y al campesinado.
Por doloroso que resulte, las guerras sucias que en muy distintas magnitudes tuvieron lugar en esas y otras naciones del subcontinente -Bánzer mató, desapareció y torturó a decenas o centenares de personas; las víctimas de Ríos Montt son decenas de miles- son hechos fundacionales de las sociedades presentes; destruyeron tejidos sociales, se tradujeron en crímenes imperdonables, acabaron con cualquier estado de derecho que hubiese podido existir y expresan políticas públicas atroces que reclaman, cómo no, actos inequívocos de procuración e impartición de justicia. Pero, al mismo tiempo, las dictaduras militares generaron o beneficiaron segmentos de población que ahora sufragan por los viejos verdugos, o que los apoyan en sus cuitas judiciales. Tales segmentos, casi extintos en Chile y en Argentina, siguen vivos y actuantes en Guatemala, Bolivia y posiblemente Paraguay. Son parte de panoramas nacionales mucho más complejos que la lucha entre el Bien de los pueblos y el Mal del imperialismo -o del FMI, en la versión más actualizada de la pastorela. Para esclarecer los crímenes del pasado, para hacer justicia y para lograr reconciliaciones nacionales serias y sólidas hay que empezar por reconocer su existencia.