MARTES Ť 7 Ť AGOSTO Ť 2001

Ugo Pipitone

ƑBerlusconi o Silvio I?

Y para explicar al mundo el significado de la dictadura de la mayoría, una de las primeras decisiones del nuevo gobierno italiano consiste en modificar el derecho mercantil con una ley que, de paso, libera a Silvio Berlusconi de la friolera de tres procesos por falsedad en balance de empresa. Como si el gobernar fuera una forma privada de apropiación de bienes públicos: en este caso, la confianza de los ciudadanos en la ausencia de motivaciones privadas en los actos de sus gobernantes. Ese es discurso viejo: el patrimonialismo es una enfermedad colectiva que cuando se concentra hacia arriba siempre produce efectos desastrosos.

En el fondo fue por eso que, en los últimos 300 años, la humanidad eliminó progresivamente los vestigios más vergonzosos de las monarquías por derecho divino. Hoy, con sus tentaciones borbónicas, Berlusconi ilustra el mundo sobre el hecho de que, en la historia de los pueblos, ningún pasado pasa definitivamente. O sea, va de nuez o, más propiamente, dejà vu.

Pero el asunto no termina ahí. La reforma propuesta (y que, si no ocurre un milagro, será aprobada por el Parlamento en pocos días) supone también la eliminación del trato fiscal privilegiado al sistema cooperativo. Así que con un solo movimiento, el gobierno (Ƒo corte imperial?) de Silvio Berlusconi se quita dos piedras del zapato. Primera: tres procesos contra el presidente del consejo de ministros que, por voluntad del propio interesado, pasarán en prescripción. Segunda: una pequeña canallada contra el sistema cooperativo italiano históricamente ligado a la izquierda. En fin, una delicia antropológica de la serie el pasado vivo.

Es obvio (y no lo entiende sólo quien no quiera entenderlo) que el patrimonialismo es un Hidra de siete cabezas que supone corrupción institucional como forma de gobierno, deslegitimación de los gobernantes a los ojos de las sociedades que "gobiernan" y una lista interminable de hombres de la providencia que, en muchos casos, dejan detrás de sí escombros suficientes para entretener las generaciones venideras. Igualmente obvio es que el país que no se libere de estos rasgos nunca encontrará un camino sostenible al desarrollo, por tan brillante, equilibrada y responsable que sea su política económica. Pero, hasta aquí estamos en el terreno de la obviedad: de lo que debería ser valor entendido y compromiso colectivo en contra de la corrupción, las complicidades paraoligárquicas y, para sintetizar, el estilo borbónico de gobernar.

Sin embargo, el asunto está peor que eso. Hemos entrado en un nuevo ciclo histórico que anuncia un futuro de transformaciones radicales en la vida de todos. La globalización no es sino la envoltura global en que se despliega el potencial de cambio del presente: innovaciones tecnológicas de amplia gravitación social, rapidez de transmisión de factores de impulso y de inestabilidad de una parte a otra del mundo, fenómenos de anomia colectiva (que van del consumismo compulsivo a las manifestaciones vandálicas de los grupos violentos de antiglobalizadores), enfermedades pandémicas, criminalidad organizada y drogas, y un largo etcétera.

Frente a un rompecabezas mundial en que se mezclan problemas irresueltos del pasado y nuevas oportunidades-dificultades del presente se nos anuncian dos opciones: dejar que el mercado se haga cargo y convertirlo en una especie de Deus ex machina incluso moral, o gobernar el cambio introduciendo en la vida colectiva trastornada por vientos epocales, factores de solidaridad y de convivencia democrática adentro y afuera de las naciones. Cuando las nuevas tecnologías tienen efectos tan poderosos sobre las formas de la vida social, cuando los movimientos de capitales adquieren una fuerza inédita sobre el destino de miles de millones de seres humanos, gobernar el cambio significa abrir camino a nuevas fórmulas de vida vivible para el futuro en gestación. Y esto supone reafirmar los derechos de la política en el gobierno de una realidad que es compleja hoy y lo será más el futuro. Pero Ƒcómo hacerlo con gobiernos que confunden intereses privados con intereses públicos? Sólo queda esperar que Silvio I no se convierta en Carlos I. No sería placentero ni para él ni para la sociedad italiana. Ni, menos aún, para el papel internacional de un país que es una de las mayores economías del mundo.