Ť El volumen que ya circula en librerías aborda la historia de esa actividad
Tres revoluciones de la lectura, en un libro
Ť Guglielmo Cavallo y Roger Chartier reúnen en 667 páginas ensayos de expertos alemanes, israelitas, franceses, belgas, australianos, estadunidenses e italianos
PABLO ESPINOSA
¿Cómo leían nuestros mayores? ¿Cómo leemos? ¿Cómo leeremos? Expertos alemanes, israelitas, franceses, belgas, australianos, estadunidenses e italianos, coordinados por Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, responden y expanden esas interrogantes a lo largo y tendido de 667 páginas que constituyen la Historia de la lectura en el mundo occidental (Taurus), obra magna que acaba de ser reditada en español en versión económica y en un solo tomo.
El punto de partida para concentrar en tan poquitas páginas tantos siglos de lecturas es sencillo y tiene dos vertientes: la primera, que la lectura no está previamente escrita en el texto; la segunda, que un texto no existe más que porque existe un lector para conferirle significado. Es de tal manera que pueden trazar un puente que corre desde la antigüedad clásica hasta las lecturas cibernéticas.
Capturan en tal viaje -pues los lectores somos viajeros- cada gesto, espacio, hábito y manera de leer de entre las miles que sabemos, conocemos y las que estamos todavía por descubrir. Se recuperan así también los gestos olvidados y los hábitos desaparecidos.
Porque las mujeres y los hombres de Occidente no han leído siempre de la misma manera. Varios modelos han orientado sus prácticas; varias "revoluciones de la lectura" modificaron sus gestos y costumbres. Este libro intenta el inventario de esos modelos y esas revoluciones.
Contra el mito de la imprenta
Contrariamente a la primera impresión que se tiene respecto del descubrimiento de la imprenta, los coordinadores de esta obra niegan que haya significado una revolución fundamental de la lectura. Argumentan: tanto antes como después de Gutenberg, el libro era un objeto semejante a sí mismo, formado por diversos folios plegados, unidos en cuadernillos y reunidos bajo una misma cubierta o tapas de encuadernación. Por tanto, no es extraño que todos los sistemas de localización que con evidente ligereza se han asociado a la imprenta le sean muy anteriores y con bastante diferencia. Como diría Gutenberg: ¡qué impresión!
Inclusive, durante los últimos siglos en los que el libro se copiaba a mano, se instauró una jerarquización duradera de los formatos, que distinguía entre el gran folio, el libro da banco, que tenía que ser apoyado para ser leído y que era el libro universitario y de estudio; el libro humanista, más manejable en su formato mediano y que permitía leer los textos clásicos y las novedades, y por último, el libellus, el libro portátil, de bolsillo o de cabecera, de uso múltiple y de lectores más numerosos o menos pudientes.
El libro impreso fue heredero directo de esa división en la que iba asociados el formato del libro, el género del texto, el momento y el modo de lectura.
La primera revolución de la lectura que reconocen Chartier y Cavallo es independiente de la revolución técnica que en el siglo XV modificó la producción del libro. La segunda gran revolución ocurrió antes de la industrialización de los impresos. Fue el esplendor en el que Goethe pidió más luz (Lich, mehr Licht!).
La transmisión electrónica de los textos y las maneras de leer que impone representan, en nuestros días, la tercera revolución de la lectura sobrevenida desde la Edad Media. Lo dijo Perogrullo: no es lo mismo leer en un códice que leer en la pantalla de la computadora.
Además de que modifica la noción de contexto, sustituye la contigüidad física entre unos textos presentes en un mismo objeto (un libro, una revista, un periódico) por su posición y distribución en unas arquitecturas lógicas, las que gobiernan las bases de datos, los ficheros electrónicos, los repertorios y las palabras clave que posibilitan el acceso a la información.
Entre un territorio todavía virgen, el texto electrónico irrumpe en un viejo anhelo: desde la antigüedad clásica ha dominado una obsesiva contradicción: por un lado, el ensueño de una biblioteca universal, que reuniría todos los textos escritos desde el comienzo, todos los libros publicados desde siempre, y por otro lado, la realidad, forzosamente decepcionante, de las bibliotecas reales que, por muy grandes que sean, no pueden ofrecer más que una imagen parcial, con lagunas, mutilada, del saber occidental.
Dos figuras ejemplares y míticas de esa nostalgia de la exhaustividad imposible y deseada: la biblioteca de Alejandría, que en plena era electrónica acaba de ser iniciada, en estos días, y la biblioteca de Babel.
El texto electrónico, la Internet, la comunicación fría y al mismo tiempo hirviente que sostienen las personas entre sí y con textos de lugares remotos, es por lo pronto el ensueño de una duermevela, el instante decisivo que transcurre en un parpadeo electrónico.
Todo esto, el anhelo del placer por la lectura desde la antigüedad clásica hasta que el destino nos alcance, está a la mano y los ojos del lector en apenas pocas páginas, las de una magna Historia de la lectura en el mundo occidental.