Dos escándalos de Emma Bovary
Ť Gustave Flaubert
Cinco años le tomó a Gustave Flaubert, de 1851 a 1856, escribir la novela que junto con Salambó y La educación sentimental le valieron pasar a la historia de las letras francesas, primero, y luego a la literatura universal. En cuanto a los datos bibliográficos de Madame Bovary es necesario señalar que la primera vez que apareció publicada lo hizo por entregas mediante La Reveu de Paris, en octubre del 56. La gran difusión que tuvo la obra por este medio le acarreó a la par desavenencias con las autoridades de la época que lo procesaron por ofensas a la moral. Y no fue sino hasta 1857 cuando el proceso judicial resultó favorable al escritor y a partir de entonces su Madame Bovary apareció en forma de libro. Para los lectores ofrecemos dos de los fragmentos de la obra que a mitad del siglo XIX causaron escándalo en la sociedad francesa.
-¿A dónde va el señor? -preguntó el cochero.
-A donde usted guste -replicó León, empujando a Emma hacia el coche.
Los visillos se bajaron y el pesado vehículo arrancó.
Descendió la calle Grand-Pont, atravesó la plaza Des Arts, el muelle Napoleón, el Pont Neuf, y se detuvo en seco ante la estatua de Pierre Corneille.
-¡Siga usted! -dijo una voz que salía del interior.
El cochero arrancó de nuevo, y desde la encrucijada La Fayette se dejó llevar por la bajada, para entrar al galope en la estación del ferrocarril.
-¡No, siga derecho! -volvió a gritar la voz aquella.
El cochecillo salió de las verjas y pronto, habiendo llegado al Cours, trotó suavemente entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, se puso el sombrero de cuero entre las rodillas y llevo el coche más allá de las alamedas paralelas, hasta el mismo borde del río, cerca del prado.
Fue siguiendo a lo largo del río por el camino de arrastre pavimentado con guijarros, y así mucho rato, despacio, por el lado de Oyssel, más allá de las islas.
Pero de pronto el cochecillo arrancó a correr y atravesó de un salto Quatremares, Sotteville, la Grande-Chausée, la calle de Elbeuf, hasta su tercera parada ante el Jardín Botánico.
-¡No se pare! -gritó la voz, más furiosamente.
De modo que, reanudando su carrera, pasó el coche por Saint-Sever, por el muelle Des Curandiers, por el muelle Aux Meules, cruzó otra vez el puente, la plaza de Champ-de-Mars, y llegó tras los jardines del hospital, donde algunos ancianos con levita negra se paseaban tomando el sol a lo largo de una terraza enteramente verde de yedra. Subió por el bulevar Bouvreuil, recorrió el bulevar Cauchoice, luego todo el Mont-Riboudet hasta la cuesta de Deville.
De vez en cuando el cochero, en su asiento, lanzaba hacia las tabernas miradas desesperadas. No alcanzaba a comprender qué furor de locomoción impulsaba a aquel par de sujetos a no querer detenerse en parte alguna. Lo intentaba alguna vez, y al acto oía tras él exclamaciones coléricas. Entonces fustigaba a sus dos rocines empapados de sudor, pero sin precaverse de las sacudidas, y el cochecillo iba tropezando acá y allá sin que al cochero le importase pues estaba desmoralizado, casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.
Lo mismo en el puerto, entre camiones y barricas, que en las calles y en las esquinas, los burgueses abrían grandes ojos, asombrados ante algo tan extraordinario en provincias como un cochecillo con las cortinas bajadas que iba reapareciendo continuamente, más cerrado que una tumba y más bamboleante que una fragata.
En cierta ocasión, a mitad de la jornada, en plena campiña, cuando el sol lanzaba con más fuerza sus dardos contra los viejos faroles plateados, una mano desnuda pasó bajo las cortinas de tela amarilla y tiró pedacitos de papel que el viento dispersó y llevó muy lejos, como mariposas blancas, hasta un campo de tréboles rojos enteramente floridos.
Después, a eso de las seis, el coche se detuvo en una callejuela del barrio Beauvosine, y se apeó una mujer con el velo bajado, la cual se puso a andar sin volver la cabeza.
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Se hallaban tan completamente perdidos en la posesión mutua, que llegaban a sentirse como en su casa particular, en la que vivirían hasta la muerte, como dos esposos eternamente jóvenes. Decían "nuestro cuarto, nuestra alfombra, nuestros sillones", y ella hasta decía "mis zapatillas", un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas zapatillas de satín rosa, forradas con plumas de cisne. Cuando se sentaba sobre las rodillas de León, su pierna, entonces demasiado corta, permanecía suspendida sin tocar el suelo; y aquel calzado tan grácil, que carecía de borde por detrás, sólo quedaba sostenido por los dedos de su pie desnudo.
León saboreaba por primera vez la inefable delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había hallado aquella gracia del lenguaje, aquella discreción en el vestido, aquellas posturas de paloma adormecida. Admiraba la exaltación de su alma lo mismo que los encajes de su falda.