LUNES Ť 6 Ť AGOSTO Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Menudo animal
Los días empezaban tarde, para escándalo del cuasi-calvinismo familiar, atenuado nada más por el incontrovertible hecho de tener quince años.
Poco se habla del cambio hormonal masculino hacia la adolescencia, pero es tan brutal como el mucho más prestigioso cambio femenino. Ellas despiertan, florecen, esplenden. Nosotros retozamos y rodamos en las escaleras, hilarantes, incontrolables.
La contraparte varonil de las quinceañeras abunda en granos, hinchazones, sudores, gallos y ataques de risa que a todas las muchachas, sin excepción, diagnostican como oligofrenia profunda. Por lo demás, a la sazón ellas saben más que uno de dos o tres cosas que importan.
Qué edad tan bárbara cargaba esa mañana. Bueno, concediendo que las doce y cacho fueran la mañana todavía. Sí, lagañas, boca estropajosa. Anoche, siendo miércoles, llegué a las tantas, y realmente lo que menos necesitaba al levantarme era a Catania en mandil echándome caballería por güevón. Bueno, ella empleó una palabra más decente, no me acuerdo cual. La muy solterona, qué podía saber del lenguaje del pecado. Abrí el refrigerador y jalé la botella de leche, trémulo de las manos.
-Qué bueno que estás crudo. Te lo mereces. Alguna vez te tiene que tocar un sufrimiento, una probadita de realidad, mantenido, parásito, crápula. Ojalá vomites.
Conocía las letanías. Podían ponerse peor. En aquellos tiempos todavía no se inventaba el tetra-pak, los litros de leche eran de vidrio. Rompí el alambre que rodeaba la tapa de cartón, y quise retirar, casi desesperado de sed, la cubierta interior, el puto sello de garantía que de lo pegado que estaba, lo tuve que romper a cuchillazos. Mierda. Me urgía ese fix.
Catania reía como chachalaca mientras la leche, esa reminiscencia materna, con su copete de crema sin agitar me lavaba la lengua, el esófago, la península gástrica y más temprano que tarde el sistema intestinal. Me percaté de tener la vista borrosa porque entonces empecé a ver mejor. Vaya, hacía rete buen sol.
Recuperando el ánimo básico, alcancé el radio Zenith junto al fregadero y lo encendí a todo volumen. Debió ser La Ola Inglesa, y no La Hora de los Beatles, lo que me vino a salvar con la Balada de John y Yoko, ideal música de fondo para el sufrimiento existencial que atravesaba mi alma dostoievskiana en esa hora atroz.
-Ni creas que te voy a tender la cama.
-Aj. Quién te lo está pidiendo.
ƑQué hago yo aquí con ésta, estando allá afuera la ciudad? me dije. Catania-en-mandil se borró de mis campos auditivo y visual. "Christ, you know it ain't easy, you know how hard it could be, the way it is going, they're gonna crucify me". Nunca como a los quince años siente uno tanta lástima de sí mismo (sin fundamento, según prueba el grueso de las nostalgias adultas; lo que pasa es que, aunque la vida esté genial, uno la hace de tos por contrariar).
Regresé a mi cuarto, me quité el kimono roto y me vestí con el overol, la blusa, los calcetines, la misma ropa de ayer, y creo que de antier. Sin desacomodar el desorden de mis cosas agarré el morral, el Esto de la víspera hecho chicharrón, las llaves (que tendía a olvidar) y el costalito de cuero con mi magro capital. A esa edad, uno sólo carga morralla. Catania me alcanzó en el zaguán:
-ƑYa te viste en el espejo? Das pena. Con ese overol pareces orate.
-Lo peor que le puede pasar a una virgen es quedarse menopáusica y amargada como tú -le gruñí, saltando a la banqueta. Eso sí la quebró. Corrí a pescarme del oportuno Sonora-Peñón que mal hacía parada frente a la casa, y desde el estribo alcancé a oirla gritar insultos desesperados que el rugido del camión me ahorró la molestia de escuchar.
Menudo animal que ha sido uno. Vaya animal.