Jornada Semanal,  5 de agosto del 2001 
Alessandro Baricco

Palomar y Palomar

 
Baricco nos habla del Observatorio de Monte Palomar y del señor Palomar, el amigo y compañero de Italo Calvino, que "para ver el cielo observaba la tierra" y aspiraba a volverse "una ventana a través de la cual el mundo observa al mundo". El telescopio de Monte Palomar sufre los ataques de la lighting pollution proveniente del dispendio electrónico de California (el señor Fox acudirá en su ayuda). Los angustiados astrónomos piden a los californianos que, por la noche, mantengan apagadas las luces de sus jardines. El señor Palomar busca la esencia humana y sabe que "el mundo verdadero ocurre cuando nadie lo observa". Baricco, pensando en la Vía Láctea, ve cómo algunos californianos apagan las luces para que el gran telescopio pueda ver mejor las estrellas.

Condado de San Diego, California. La calle que conduce al Observatorio astronómico de Palomar pasa en medio de naranjales y reservas indígenas. Los naranjales son la California que soñaban los personajes de Steinbeck, a lo largo de la Interestatal 66, y de las páginas de Furor. Las reservas indígenas son reservas indígenas y punto: algo más triste incluso que las verduras cocidas y el circo. Cuando ves montones de carcasas de autos y neumáticos viejos por todas partes, es que estás en una reserva indígena. Las casas son ésas que luego se ven por la autopista llevadas por largos camiones a ochenta por hora: paralelepípedos con puertas y ventanas y lavaderos y todo lo demás, te las llevan a donde quieras. Es lo más parecido a los viejos tepee, tiendas para gente que adoraba mudarse, o debía huir. Los rostros son los de una película de indios, pero llevan en la cabeza una gorra de beisbol. A menudo, si en las cercanías de la casa hay un árbol grande, debajo de éste se puede ver un sofá: un sofá de sala, sólo que está ahí afuera, bajo el árbol. He visto tantos. Nunca he visto a nadie sentado en ellos. Las reservas indígenas son el icono mortífero de una derrota. En medio de reservas indígenas y naranjales americanos corre el camino que conduce al Observatorio de Palomar, Condado de San Diego, California.

Comenzaron a proyectar el Observatorio de Palomar en los años veinte, para observar las estrellas más lejanas que había. Lo inauguraron en el verano de 1949, en una noche sin nubes. Los primeros cuentos de Palomar, Calvino los escribió en 1975, y los publicó en el Corriere della Sera. El libro salió en 1983. El autor lo resumió así: "Un hombre se pone en marcha para alcanzar, paso a paso, la sabiduría. Aún no ha llegado." Calvino murió en 1985. Palomar es su último libro.

El Observatorio de Palomar es una especie de enorme yelmo blanco, muy bello, que brilla sobre la cresta de una montaña cualquiera. Blanco como una casa andaluza o una sábana en los comerciales del detergente Dash. Todo alrededor son árboles bajos, algún sendero, y una calle que termina ahí. No hay casas, oficinas, nada. Sólo él, el enorme telescopio, y es todo. La cúpula que lo esconde es una semiesfera casi perfecta que puede rotar 360 grados. Nunca de día, pero de noche se abre un gajo de la semiesfera, como una enorme herida, y por la herida el telescopio observa. Ve luces originadas hace millones de años.

La primera página de Palomar trata de un hombre que observa una ola. Y la describe. No como si fuera un hombre: como si fuera un instrumento óptico. Quienquiera que sepa escribir –quiero decir, quienquiera que tenga con la escritura una relación anómala, extraordinaria y electiva– conoce antes o después esa tentación. Abstenerse de la literatura y limitarse a describir. "Quizá la primera regla que debo ponerme es ésta: atenerme a lo que veo", piensa el señor Palomar. Es una tentación irresistible: anular todo aspecto seductor, canallesco, de la narración, y apuntar directo al corazón de las cosas, tratando de detenerte un paso antes del meretricio del narrar, donde aun el gesto que haces es simplemente nombrar. Puedes intentar hacerlo si dispones de un dominio absoluto sobre la escritura. Palomar lo consigue, porque está escrito de manera divina. El léxico se apoya en los objetos, y parecen las dos valvas de una concha única. Las frases parecen ser el respiro exacto del ser de las cosas. Limpieza, transparencia, geometría. Hay pasajes que simulan una objetividad tan obcecada que hacen palidecer al mejor Kafka. Se le ocurría, a Calvino, acuñar insertos de partes científicas vagamente reblandecidos por la lejana memoria de una cierta elegancia literaria. "El recinto rectangular de arena incolora está flanqueado en tres lados por muros coronados con tejas, tras los cuales verdean los árboles. Sobre el cuarto lado hay una tarima de madera con gradas donde el público puede pasar y detenerse y sentarse." Es necesario leerlo lentamente. "El recinto rectangular de arena incolora esta flanqueado en tres lados por muros coronados con tejas, tras los cuales verdean los árboles. Sobre el cuarto lado hay una tarima de madera con gradas donde el público puede pasar y detenerse y sentarse." Perfecto.

Palomar cristaliza una utopía que aquel que sabe escribir conoce. Y sin embargo: ¿cómo, siendo una utopía, no quema, y antes bien, en un cierto modo, sabe a muerte: fría?

Adentro, el Observatorio de Palomar es gris, como un barco de guerra. Y recuerda a Metrópolis, de Fritz Lang. Bajo la enorme campana de la cúpula, levita, gigante, el telescopio. Una suerte de cañón flotante entre miríadas de mecanismos que le permiten todo tipo de rotación. No es necesario pensar en catalejos grandes o lentes inmensos: el principio es otro: un enorme espejo que recoge la luz de las estrellas y la refleja concentrándola en un minúsculo punto: el ojo del astrónomo. Una idea que se le ocurrió a Newton en 1688. Aquí la han aplicado a lo grande: querían ver las estrellas más lejanas: construyeron un espejo cóncavo de cinco metros de diámetro. Lo llaman de cariño el "doscientas pulgadas", como si se tratara de un objetivo de su cámara fotográfica. Y en cierto sentido lo es. Se requirieron meses para construirlo. Lo hicieron en Pasadena, la ciudad en la que Sacchi comenzó a perder y así siguió* . El día que lo transportaron recorrieron doscientos kilómetros de autopista y escalaron un monte.

De noche, por la gran herida abierta en la cúpula se filtran luces emitidas hace millones de años, que rebotan en el inmenso espejo y vuelven a subir hasta una pequeña cabina, suspendida en lo alto, donde sentado en una silla giratoria, un hombre las registra. Y para esta newtoniana empresa de rebotes y reflejos, sucede una cosa que parece bellísima, al menos para el profano, pues al que sabe le parecerá obvia, pero para el profano, que no se la esperaba, suena muy bella, e incluso vagamente simbólica: para observar la punta del cielo, el astrónomo observa hacia abajo. Está inclinado sobre un instrumento, como si fuese un simple microscopio, y colgado allá arriba, observa el cielo, mirando hacia la tierra.

El señor Palomar observa las cosas –se atiene a observar las cosas– para capturar su verdad. Para ver el cielo, observa la tierra. Y también esta es una utopía que no está nada mal: que nombrando las cosas se vuelva posible revelar su verdad. Y también más radicalmente: que nombrar las cosas sea posible. Se da cuenta, obviamente, el mismo Calvino, y todas las últimas páginas de Palomar están dedicadas a la disección de esta duda, perpetrada con el bisturí de una inteligencia implacable y el antihemorrágico de una prosa científica. El señor Palomar reflexiona y se da cuenta de que no basta observar las cosas, habría que poder verlas prescindiendo de los ojos, ojos eventuales, humanos, susceptibles de mil condiciones e imprecisiones subjetivas. Imagina, el señor Palomar, conseguir volverse no otra cosa sino "una ventana a través de la cual el mundo observa el mundo". El señor Palomar se obliga a tratar de ver cómo sería el mundo si él no existiera, si estuviera muerto. Se esfuerza para ver "el extenderse y sucederse de las cosas bajo el sol, en su calma impasible", una vez "eliminada esa mancha de inquietud que es nuestra presencia". Lo hace en el último capítulo. Paradójica conclusión: el mundo verdadero ocurre cuando nadie lo observa. Línea final de cualquier utopía. Palomar es un teorema que al final se confuta a sí mismo. Es un libro que cuando has terminado de leer ya no existe.

Quizá porque ver las cosas no quiere decir describirlas. Hay necesidad de una desviación artificial que compense la natural e inevitable falta de sintonía que ocurre entre ojo y mundo. Una especie de ajuste, que los realinee, recuperando de forma artificial lo que sería una correlación natural con la autenticidad. El gesto que imprime ese ajuste, esa desviación artificial, tiene un nombre: narrar.

También el "doscientas pulgadas" tiene necesidad de un ajuste, para ver. Cuando el astrónomo, vagando por los cielos, captura una galaxia o un planeta y logra encuadrarlo con exactitud, lo que no puede hacer es permanecer inmóvil. Pues la tierra gira, y por muy lentamente que lo haga, eso basta para desplazar el ojo del telescopio de esa nada que, a distancia de años luz, significa inmensos espacios. Así el gran telescopio lleva en sí un mecanismo que lo hace rotar, desde el instante en el que ha encuadrado a su presa, a la misma velocidad de la tierra, pero en sentido opuesto, hacia el poniente. Lo mueve para que pueda permanecer inmóvil. Así, deseando atenerse a los hechos, el gigantesco telescopio, cuando dialoga con los últimos confines de Andrómeda, lo hace desde un lugar que no pertenece a la tierra, y que por ello, es lícito deducir, es un lugar de la imaginación.

Será el silencio, bestial, que hay en torno. O esa atmósfera un tanto irreal. Al estar sentados contra el gran yelmo blanco acuden pensamientos extraños. Si escribes, y eres italiano, y eres traducido, luego te preguntan, los extranjeros, cuáles son tus modelos. Y por mucho que divagues entre americanos y alemanes, al final quieren que digas: Calvino. Y terminas por decirlo: "Bueno, sí, obviamente, Calvino." Pero no sabrías decir precisamente el porqué. No podrías citar un solo libro suyo que verdaderamente te haya fulminado. El caballero inexistente, sí, pero con una ligereza casi imperceptible, como si te la hubiese susurrado. Y Las ciudades invisibles, que era muy bello, ¿pero cómo Borges parecía más bello? Y Palomar: pero Palomar es un no-libro. Es un espléndido epitafio a la literatura. Es tan claro que Calvino era un grande, pero no logras precisamente reconstruir cómo es que lo ha llegado a ser. Será el silencio que hay. Pero acuden a ti curiosidades extrañas tipo: ¿Calvino vendía?, quiero decir, ¿entraba en las clasificaciones? Y los otros, ¿lo dejaban en paz o hacían cola para ganarse cinco minutos de celebridad echándole pestes encima? Y cuando rechazó el Premio Viareggio argumentando que "estaba definitivamente concluida la era de los premios literarios", ¿se lo perdonaron o lo cubrieron de pestilente ironía? Y cuando no rechazó, dos años después, el Premio Asti, ¿nadie se dio cuenta o se abalanzaron sobre él todos los biliosos del país? Quiero decir, ¿cómo era su cotidiana partida de damas con la mezquindad colectiva, cómo era la vida de uno que luego se vuelve un grande? ¿Y cómo ha logrado, él, ganarse no digo la admiración, que es lo de menos, o la fama, que es nada sino el respeto? ¿Qué ha hecho, todos los días de su vida, para finalmente ganarse el respecto?

Es claramente todo este silencio, y el yelmo blanco, y este hermoso nombre como un sonido. Palomar.

A unos cincuenta metros del gran yelmo blanco hay una pequeña banca de piedra. Y sobre la banca está escrito: En memoria de Pearl. Luego está el nombre completo, Doris Pearl Curry, y la fecha, 1936-1982. Luego, aparte, todo en una línea, sin comas: hija hermana esposa madre abuela. Y al final, en el centro: amiga de todos. Quién sabe cómo era Pearl, amiga de todos. Uno se la imagina. Una vida normal, sin hacer mal a nadie, y una especie de ligereza a cuestas, contagiosa. Nunca estaba callada, según yo. Pero de un modo delicioso, evidentemente. Habrá una razón para que hayan puesto aquí la banca. Le gustaba Palomar. Iba cada año. Sonsacaba a todos para que fueran. O nunca había ido. Pero le gustaban las estrellas. Y las miraba desde la veranda de una casa normal, en un país normal, con un garaje pegado a la casa y la canasta de básquet clavada sobre el zaguán. Hacía un pavo relleno que era una maravilla. Y en la noche miraba las estrellas.

Lo que no consigues perdonar, en Palomar, es que expulsa del paisaje a cualquier Doris Pearl Curry: revoca la elemental belleza de lo humano. Entre más exactas se hacen la mente y la escritura, más escurren del perfil de lo que, sencillamente, está vivo. Hay algo vagamente humano en el señor Palomar, pero son casi hábitos irónicos, diseminados en el texto para mitigar la frialdad del gran teorema. En un libro que cuenta, resumido, una derrota, nunca encuentras una humilde línea de tristeza: así, para hacerlo todo más terrenal. Es como si el precio de la inteligencia fuese la anemia del sentimiento. Y la admisión de los sentimientos, una inaceptable grieta en la superficie esmerilada del pensamiento calculador. Debe ser por ello que, al final, dices: "Bueno, sí, obviamente, Calvino", pero sin toda esa convicción que quisieran de ti. Es que no logras recordar dónde, esa deslumbrante y exacta ligereza, te ha relatado una tierra y no su mapa. Sencillamente lo humano, y no su radiografía.

(Cuando en los años veinte se pusieron a buscar el punto justo para montar su "doscientas pulgadas", escogieron el monte Palomar, por muchas razones, y porque estaba en medio de la nada. Luego las cosas no sucedieron como las imaginaban. Los Angeles y San Diego reventaron de gente, de casas, de calles, de automóviles, y sobre todo, de luz. La oscuridad para un telescopio es como el oxígeno. Ahora el "doscientas pulgadas" se asfixia en una de la áreas más luminosas de América. Lighting pollution, lo llaman ellos: contaminación luminosa. De hecho, las millones de luces de California meridional han reducido la vista del telescopio a poco más de la mitad. El enorme espejo tiene cinco metros de diámetro, pero si midiera la mitad ahora ya sería inservible. De forma que han puesto un letrero en Palomar. Se intitula: tú puedes ayudarnos. Muy americano. Dice que hay que sensibilizar a las autoridades sobre el problema, dice que es necesario convencerlas de usar ciertas lámparas menos contaminantes. Y además una recomendación: si vives en el sur de California, en la noche, por favor, cuando vayas a dormir, si puedes, apaga la luz del jardín. Gracias.

Quizá algunos lo harán. En la noche cierran la puerta con llave, se ponen el pijama y apagan las luces del jardín, así alguien, en el Monte Palomar, podrá ver un año luz más lejos.

No por caer en lo sentimental, en desprecio a Palomar, pero se me ocurrió una cosa. Si quieres saber quién te ama de verdad –pero de verdad– mira en torno a ti y busca a alguien que apaga la luz de su jardín, en la noche, para que puedas ver las estrellas más lejanas en el cielo.

* Alusión a Arrigo Sacchi, entrenador de la selección italiana en el Mundial de 1994. (N. del T.)

Traducción de José Abdón Flores
 

Ilustraciones de Mauricio Gómez Morin