DOMINGO Ť 5 Ť AGOSTO Ť 2001

VENTANAS

Eduardo Galeano

La máquina

Eran dos los huéspedes del manicomio de Nigua que tenían máquina propia.

Júver Escobar, que no se había enterado del fin de la guerra mundial, había armado un aparato para detectar los submarinos alemanes y los aviones japoneses que andaban rondando el manicomio.

De más alto nivel tecnológico era la máquina de Rúsbel Nicodemo, una mezcla de radio, teléfono y plancha, provista de manivela y micrófono, que le había devuelto la vida cuando él se murió porque la sangre se le cuajó como morcilla. Desde entonces, el resucitado, que no creía en nadie, sólo tenía fe en su máquina. Ella era la única que nunca le mentía.

Cada vez que conseguía permiso para salir del manicomio, Rúsbel se iba a la calle El Conde, y allí pasaba las horas mirando pasar a las muchachas de la alta sociedad de Santo Domingo.

Siempre había una que brillaba entre todas las demás, y tras sus luces caminaba Rúsbel, a respetuosa distancia, hasta la puerta de la casa. Esa noche, la máquina le informaba:

-Ella te adora, ella muere por ti.

Y al día siguiente, Rúsbel salía al cruce de la dama luminosa, y le preguntaba:

-ƑHasta cuándo seguirás fingiendo desdén? Tu boca calla, pero yo escucho la voz de tu corazón.

Y así, día tras día. Y la estatua, sorda y ciega, seguía, sin detenerse, su camino. Hasta que a Rúsbel se le agotaba la paciencia, y le gritaba cobarde, engañera, mentirosa. No por despecho: por indignación. Él no toleraba los simulacros.

Siempre terminaban igual sus permisos de salida. Una tremenda paliza, y de vuelta al manicomio, donde Júver estaba organizando la defensa, porque ya Hitler y Hirohito habían firmado la orden de ataque.