LA CULTURA DE LA VIOLENCIA
En
México, hogar no es sinónimo de convivencia pacífica
o de "paz familiar". Por el contrario, es un espacio de alto riesgo para
mujeres y niños, donde impera un modelo de poder autoritario regido
por un sistema de género.
Al inaugurar el foro Violencia sobre la salud de la mujer,
el secretario de Salud, Julio Frenk Mora, reconoció un incremento
notable de la violencia intrafamiliar en nuestro país durante los
últimos años, en particular la ejercida contra mujeres y
niños. En el mismo acto, el presidente de la Comisión de
Derechos Humanos del DF, Luis de la Barreda, aseguró que este problema
aqueja actualmente a uno de cada tres hogares mexicanos.
La violencia intrafamiliar es un fenómeno común
-y en ciertos sectores hasta aceptado- de nuestra sociedad. Paradójicamente,
las personas tienen mayor probabilidad de ser atacadas física o
psicológicamente, violadas o asesinadas, en sus propios hogares
a manos de familiares, que en cualquier otro lugar o por cualquier otra
persona.
Queda claro que las medidas y programas para combatir
este tipo de conductas no están dando resultados, más aún
si las políticas sociales y las campañas preventivas, en
su gran mayoría, han carecido de coordinación interdisciplinaria
y los esfuerzos se enfocan principalmente en una velada lógica del
castigo con tímidas reformas a los sistemas de justicia penal y
civil.
Sin embargo, la violencia en el núcleo familiar
va de la mano con un problema sociocultural que la legitima. Parte importante
de nuestra sociedad, formada en familias de estructura vertical y jerárquica
-autoritaria-, considera a los hijos como propiedad privada de los padres,
quienes tienen el derecho de educarlos con sus propios métodos -incluido
el castigo físico-, y se asume que lo que suceda dentro de los límites
físicos de cada casa es un asunto exclusivo del ámbito privado.
Es también común considerar que las mujeres
están destinadas a ejercer funciones maternales y que su lugar está
en casa, condición que culturalmente las distingue pasivas y sumisas.
En suma: el hombre es en nuestra sociedad la figura dominante del núcleo
familiar.
Es por esto indispensable que las autoridades encargadas
del diseño y operación de las políticas sociales en
la materia sean las primeras en asumir que el mito del pater familiae está
superado; que la posición de la mujer en la sociedad ha cambiado,
y que niñas y niños son considerados sujetos de derechos.
Es necesario, pues, modificar la cultura de roles sociales
de mujeres y hombres. Ya no se puede pensar en la familia como un reducto
privado infranqueable, sujeto a la autoridad del padre.
Si el gobierno junto con la sociedad logran encaminar
esta transformación cultural, las políticas sociales contarán,
cuando menos, con una base de respeto a los derechos humanos mucho más
sólida. Entonces sí tendrá un sentido real avanzar
en la normatividad jurídica que castigue estos actos aberrantes.
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