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México, D.F. viernes 3 de agosto de 2001
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Editorial

LA CULTURA DE LA VIOLENCIA

SOLEn México, hogar no es sinónimo de convivencia pacífica o de "paz familiar". Por el contrario, es un espacio de alto riesgo para mujeres y niños, donde impera un modelo de poder autoritario regido por un sistema de género. 

Al inaugurar el foro Violencia sobre la salud de la mujer, el secretario de Salud, Julio Frenk Mora, reconoció un incremento notable de la violencia intrafamiliar en nuestro país durante los últimos años, en particular la ejercida contra mujeres y niños. En el mismo acto, el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, Luis de la Barreda, aseguró que este problema aqueja actualmente a uno de cada tres hogares mexicanos. 

La violencia intrafamiliar es un fenómeno común -y en ciertos sectores hasta aceptado- de nuestra sociedad. Paradójicamente, las personas tienen mayor probabilidad de ser atacadas física o psicológicamente, violadas o asesinadas, en sus propios hogares a manos de familiares, que en cualquier otro lugar o por cualquier otra persona.

Queda claro que las medidas y programas para combatir este tipo de conductas no están dando resultados, más aún si las políticas sociales y las campañas preventivas, en su gran mayoría, han carecido de coordinación interdisciplinaria y los esfuerzos se enfocan principalmente en una velada lógica del castigo con tímidas reformas a los sistemas de justicia penal y civil. 

Sin embargo, la violencia en el núcleo familiar va de la mano con un problema sociocultural que la legitima. Parte importante de nuestra sociedad, formada en familias de estructura vertical y jerárquica -autoritaria-, considera a los hijos como propiedad privada de los padres, quienes tienen el derecho de educarlos con sus propios métodos -incluido el castigo físico-, y se asume que lo que suceda dentro de los límites físicos de cada casa es un asunto exclusivo del ámbito privado. 

Es también común considerar que las mujeres están destinadas a ejercer funciones maternales y que su lugar está en casa, condición que culturalmente las distingue pasivas y sumisas. En suma: el hombre es en nuestra sociedad la figura dominante del núcleo familiar. 

Es por esto indispensable que las autoridades encargadas del diseño y operación de las políticas sociales en la materia sean las primeras en asumir que el mito del pater familiae está superado; que la posición de la mujer en la sociedad ha cambiado, y que niñas y niños son considerados sujetos de derechos.

Es necesario, pues, modificar la cultura de roles sociales de mujeres y hombres. Ya no se puede pensar en la familia como un reducto privado infranqueable, sujeto a la autoridad del padre. 

Si el gobierno junto con la sociedad logran encaminar esta transformación cultural, las políticas sociales contarán, cuando menos, con una base de respeto a los derechos humanos mucho más sólida. Entonces sí tendrá un sentido real avanzar en la normatividad jurídica que castigue estos actos aberrantes.
 

 

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