jueves Ť 2 Ť agosto Ť 2001

Soledad Loaeza

El mito de gobernar sin gobierno

Uno de los reproches más amargos que podemos dirigirle al PRI es que se haya dejado chantajear por el PRD en 1999, y que haya aceptado la pretensión de Andrés Manuel López Obrador de registrar su candidatura a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal, a pesar de que no cumplía con los requisitos de residencia que estipula la ley. El problema es que ese pecado original, como el de Adán y Eva, no únicamente tienen que pagarlo quienes lo cometieron, sino todos los demás, es decir, los habitantes de la ciudad de México que a diario enfrentan los problemas que genera la muy particular idea de López Obrador de lo que significa gobernar.

Todo indica que cree que todo gobierno es malo y que lo mejor es que no haya ninguno. Para alguien que denuncia de continuo la "reacción" y el "oscurantismo", y que se identifica como un hombre de izquierda, semejantes actitudes son sorprendentes. Antes que hacer de él un socialdemócrata, lo colocan en la ortodoxia de los libertarios que denuncian al Estado como el peor enemigo del individuo, a menos de que López Obrador nos confiese ahora que en realidad es anarquista y uno más de los monos blancos enemigos de las instituciones, de todas.

El jefe de Gobierno nos proporcionó una muestra devastadora de esa visión antiinstitucional cuando justificó el dramático linchamiento, ocurrido hace unos días en Tlalpan, con la peregrina idea de que este crimen fue simplemente la práctica de "usos y costumbres" que había que respetar.

Semejante declaración fue, en primer lugar, un golpe para su propio partido, el PRD, y para las organizaciones y simpatizantes de izquierda que han atacado la iniciativa de ley indígena que votó el Congreso con el argumento de que no respeta los usos y costumbres de las comunidades. Si la tragedia de Tlalpan es una muestra de cuál puede ser el significado de esos usos y costumbres, entonces el Constituyente hizo bien en rechazarlos. Nadie en su sano juicio puede reprochar a los legisladores que quieran imponer y hacer respetar normas de convivencia que protegen los derechos elementales de todos los ciudadanos, entre ellos, el derecho a un juicio justo.

En segundo lugar, la declaración del jefe de Gobierno revela que hasta ahora no ha podido reconciliarse con la tarea de gobernar, que es la que le corresponde, y que se niega a ejercer, porque en ello le va la identidad de luchador social que le ha dado sentido a su vida política durante más de veinte años. Todo sugiere que le cuesta mucho trabajo entender que ahora él es el gobierno, aun cuando pertenezca a un partido de oposición distinto al del Presidente de la República. Para López Obrador la idea de que está en el poder es insoportable, aunque es indiscutible que lo disfruta y lo ejerce. El problema reside en que no quiere asumir la responsabilidad que ello entraña. Esta misma actitud la comparten otros funcionarios del Gobierno de la ciudad; por ejemplo, Leonel Godoy, secretario de Seguridad Pública, quien casi invariablemente justifica a los delincuentes que se resisten a la policía, y a ésta la critica en automático en muchas de sus intervenciones.

Como si todos los días se levantara con la frase del barón de Coupertin, el santo patrón de los Juegos Olímpicos, de que lo importante no es ganar sino competir, López Obrador actúa como si todos los días estuviera en campaña. A él, al igual que al presidente Fox, la tarea de gobernar le parece profundamente aburrida. Nada más tedioso que sentarse en silencio, reflexionar un problema, estudiarlo con detenimiento, sopesar pros y contras, y discutirlo con los responsables para encontrar la mejor solución. Y lo peor, tomar una decisión que puede costarle simpatías y, desde luego, votos. De ahí que lo mejor sea no tomar soluciones, o dejar que otros lo hagan.

La prueba más contundente de que López Obrador cree que se puede gobernar sin gobierno es su hábito de organizar plebiscitos, consultas públicas y referéndum. El argumento para justificar el gusto por estos mecanismos es la idea de que en la ciudad de México lo primero es la participación popular. Esto es cierto en tiempos de elecciones; sin embargo, una vez que éstas se han resuelto, el elegido tiene que gobernar él -o ella, como bien lo demostró Rosario Robles, que aunque no hubiera sido elegida bien que asumió el poder, con todo y sus costos. Sin embargo, en tiempos normales el recurso de los mecanismos plebiscitarios parece más bien una excusa para no tomar decisiones, o para no asumir la responsabilidad de las decisiones. Si el horario de verano, el monto del predial, la mayoría de edad para los delincuentes, el gasto público, las tasas de interés, el tipo de cambio los decide el pueblo a través de estas consultas; si el pueblo se equivoca -porque eso llega a pasar-, entonces el único responsable es el pueblo, y López Obrador podrá seguir haciendo campaña para ganar elecciones.