Ť Alberto Dallal
Una danza autobiográfica
Excelente, intensa bailarina, Rosario Armenta nos ha propuesto una pieza autobiográfica que presentó su grupo La Fábrica en el Teatro de la Danza. Estación temporal es el título de una introspección que realiza Armenta en el escenario con el tema y variaciones de la nostálgica y mexicanísima canción A la orilla de un palmar. Ante la clara voz de Mariana Velasco, la erudita guitarra de Antonio Ayala, la marimba y percusiones de Valentina Ortiz, el arpa romántica de Lidia Tamayo y el piano de Arturo Márquez, los espectadores nos vemos compelidos a situarnos en un espacio lleno de expresiones literales, todas ellas referidas a la vida y milagros de Armenta, los avatares de su vida artística.
Los músicos son, a la vez, los personajes que conforman lo que en el siglo XIX se llamaban en la farándula mexicana ''cuadros coreográficos" y que llenaron de símbolos mexicanistas el escenario del Teatro Principal y de otras instalaciones teatrales. La danza era el complemento a esta serie de exposiciones plásticas que iban desde la evocación del terruño a las invocaciones de las figuras cívicas. Había ''recitaciones" y números musicales, especialmente canciones alusivas.
La danza era el complemento de una estructura que entreveraba lo estático y lo dinámico y Armenta lo ha utilizado de la misma manera en su Estación temporal. La presentación conlleva cuatro ''paradas" o secciones del "espectáculo".
En realidad, el montaje resulta una gran exaltación de la música, el vestuario, los instrumentos y las flores del terruño. La sección dancística más interesante es la que se aleja de la literalidad y de la reconstrucción ''idéntica": la ''parada de puntillas", o sea, una especie de burla surrealista de la danza clásica que, por lo visto, llena, como técnica o ejercicio, una época de la vida de Armenta. Los movimientos de esta sección son burlescos e impresionantes: el cuerpo se contrae, las zapatillas reptan, se utiliza el piso, la bailarina se hace grotesca, crece en expresividad y se convierte en la propia memoria de un cuerpo que debe liberarse de las rigideces de una modalidad dancística que no pudo penetrar o que no emergió jamás dentro de las entrañas de la novel artista.
En contraste con esta sección, la otra ''danza", presentada a la orilla de un río, significativamente, une y separa a Armenta del público. Aquí establece movimientos insistentemente literales: juega con el agua, se sumerge en el río, identifica a su cuerpo con el líquido transfigurador, ofrece su cuerpo para una lectura sencilla, lo bucólico y la atmósfera pueblerina nos llevan prontamente a la nostalgia autobiográfica. Aparecerán atrás los fantasmas de blanco.
La última etapa del espectáculo, la ''parada sin regreso", nos ofrece a una Armenta bailarina de lo inesperado que nos convence de su prestancia, su belleza, su dominio del cuerpo. Un vestido rojo nos indica cosmopolitismo. Nos convencen los movimientos y nos percatamos de que es cierto: ''para llegar hay que saber irse. No hay marcha atrás".
Sin embargo, nos hallamos en la parte final de un espectáculo que comienza a hacerse contemporáneo. Si antes bailaban las sombras, ahora entramos de lleno a fijarnos en una muñeca desfigurada que se hace de carne y en la que sobreviene una especie de ''teatralidad dancística" que parece, ahora sí, iniciar el espectáculo.
Si en las secciones anteriores Armenta nos dice ''las cosas han sido así" y ya, ahora un cuerpo nos explica cómo el arte supera recuerdos, nostalgias, sentimentalismos, localismos para establecer un diálogo con espectadores que, evocaciones emocionales aparte, ha ido, en pacto implícito, a buscar una coreografía y un montaje de danza actual, hecha y derecha.