El caso de Jesús Pardo (Santander, 1927) no es precisamente el del arribo de un novelista novedoso. Su tetralogía narrativa, que se inicia con Ahora es preciso morir y se cierra con Eclipses, goza del justo, si bien moderado beneplácito de buen número de lectores y críticos españoles. El diálogo indeterminable entre el rasgo autobiográfico y la ficción pura es fecundo en los cuatro libros y, sin embargo, por esa cualidad fantasmal de la escritura que enrarece el mundo físico y solidifica lo increado, donde mejor asienta Pardo sus reales de escritor es, precisamente, en los dos libros autobiográficos que hasta el momento ha dado a la luz: Autorretrato sin retoques y el que ahora nos ocupa: Memorias de memoria (1974-1988). La exactitud de ambos títulos esconde una juguetona presunción contra el olvido (o su hermana menor, la distracción): si por supuesto el punto de partida es, sin mayores propósitos, el de contar su vida como periodista de tiempo completo dentro y fuera de la España pre y posfranquista, los dos libros se dejan leer como si se tratara de la versión novelada de una vida ajena. Ateniéndose a su reconocido oficio y a sus indudables dotes de verista verbal, el autor cuenta con tan desapegada objetividad los hechos vividos que el impacto emocional y el placer del lector son mayores en la medida en que la sombra del yo ese siniestro pasajero que se apodera de nosotros apenas abrimos la boca desaparece tras la máscara de un yo menor, generalmente oculto por la vanidad o la sinrazón y frente al que fracasaría el acoso de Mr. Freud. Desde la prosa sin prosapia de un periodista que escribe haciendo a un lado las pretensiones del autor de ficción, se hace presente una persona que no necesita de justificaciones para hablar: la máscara que somos cuando contamos con nosotros para conversar sin antifaces (por ejemplo, en la taza del baño) con nosotros mismos. Al presumir que no retocará su autorretrato (que no autobiografía: la vida como un instante espacial y no temporal), al subrayar que no parte de documentos explícitos o siquiera de una mínima vocación de veracidad para evocar en Memorias de memoria, Jesús Pardo nos engaña para decir la verdad, como hace la buena literatura. A medio camino entre la recomposición del maquillaje y la cara lavada de una sinceridad a todas luces deslucida, las memorias de Pardo recorren su vida con el desinterés propio de la actitud humorística, que no es la de la ironía enmendatoria o la del realismo sin matices (dos fechorías intencionales), sino la de quien cuenta con que el lector sabrá involucrarse o evitará meterse en lo que no le importa muy a su sabor, como escribiría Cervantes. El periodismo a la española, por ejemplo, aparece retratado con una fidelidad y un amor casi quirúrgico al detalle revelador, a la práctica obscena de inconfesables procedimientos de corresponsalía. En su prestigio frustrado por la ineptitud, en la desgana con que se fabrican las noticias, en la minuciosa red de trampas de todo tipo, de obligaciones inescapables por dar la nota a como dé lugar, el periodista se ve obligado (y esto no lo dice Pardo: se desprende de su generoso ejercicio de introspección) a mentirse a sí mismo, a mendigar una atención que en el fondo le interesa muy poco por trascender más allá del oficio, por ganarse un sitio entre los profesionales de la escritura que muchas veces se les escamotea bajo el mote de prosistas de prisa, olvidando, por un lado, que entre literatura y periodismo hay zonas fronterizas donde la calidad intrínseca del estilo genera su propia democracia (la crónica, por ejemplo), y por otro que, desde hace dos siglos, el verdadero taller literario, la formación más recurrente entre los escritores ha sido su labor en los diarios. Pero lejos de pretender convertir el libro en muro de las lamentaciones de un periodista a sueldo, Pardo dispara en cada frase el hartazgo de saberse dueño de sí mismo, vocacionalmente enamorado de la literatura, centrado en la doble marginalidad (valga la paradoja) de una remuneración limitada y una práctica cuyos vicios escuecen si no hay talento, voz o espíritu detrás de la escritura. En Pardo nada de esto se echa de menos; más bien, se nota acaso de más el estilo de estas Memorias... cuando recupera con tal cuidado su voluntad de ser escritor (sólo descubre que lo es hacia los cincuenta años, en un momento que casi coincide con la muerte de Franco), que puede llevar la aliteración hasta sus últimas consecuencias paronomásicas: hablando de la hipócrita devoción por el dinero de muchos sacerdotes, cierra un párrafo diciendo: "Raro es el petente patentemente potente y pitante ante el que Roma se enroma." Por suerte estos excesos de borrachera estilística son apenas un hipo remoto en el aliento de las casi trescientas cincuenta páginas del volumen, que se deja leer, sin mayor sobresalto, como un elogio de la serena pasión del savoir vivre. Pardo cuenta con sazón (la que le falta a muchos poetastros escamados con la supuesta velocidad y el facilismo del lenguaje periodístico) su vida de corresponsal itinerante en Londres, en Copenhague, en toda Europa, con el bolsillo a veces devastado por la mala paga y el sibaritismo de convertir la cocina propia en una bodega de latas de toda especie; su vida bajo la férula de impostores del oficio que reniegan de la sensata negligencia de un periodista que no se engaña con que la firma para la que trabaja (efe, Cambio 16) sea quien deba mandar en las propias pasiones, en esos caprichos inocentes, pero irrenunciables; su agobio por la necesidad de anular un matrimonio invisible en aras de cumplir con la ortodoxia religiosa de uno más verdadero. Las peripecias que a este respecto cuenta de los ires y venires entre confesores corruptos y abogados del diablo, de una ciudad a otra en una Europa que para el corresponsal es apenas una casa un poco más grande que la propia, son dignas si no en el tono, en la genuina emoción con que las narra de Jorge Ibargüengoitia y sus embargos entre charlatanes de la fe y oscuras manos muertas de miedo de que las pillen con las manos en la masa. Pardo no se hace ilusiones, por otra parte, de que su vasto relato sea una ordalía de la honestidad del oficio ni una (innecesaria) defensa de la verdad propia. Antes bien, se mofa de que un tipo como él (tan desbaratado, tan insumiso, tan repelente a las excomuniones y las bulas de directores con éxito o periodistas que dan la vida por la profesión o dicen darla) haya podido sobrevivir tanto tiempo en el oficio, y a veces tan bien pagado, como cuando fue nombrado director de Historia 16 sueño de opio favorecido por la buena fortuna de Cambio 16, entre zancadillas y traiciones de todo tipo, como su puesto y su desapego para ejercerlo con la vileza del caso permiten suponerlas. Con tierno desenfado, con una clara conciencia de que "la memoria tergiversante y la sensibilidad difuminadora" son el Escila y Caribdis de su cadenciosa recuperación de recuerdos, el autor fustiga a la famélica fauna de quienes viven de un puesto soporífero en la agencia efe y escribe sobre ellos una ruda serie de epitafios salpicados de comedido sarcasmo y odio paródico, a cual más acucioso y sutil, retratos veloces de colegas y demás habitantes del Valle de los Caídos como bautizó a esa suerte de limbo laboral que impedía tanto la promoción como el despido, sentencias entre las que sobresale, por su mezcla de espeluznante sinceridad y coqueteo metafísico, la que dedica a la muerte de Luis de la Barga: "Le deseo de todo corazón que no esté en ningún sitio." Literatura y periodismo (el segundo como pretexto, la primera como identidad asumida) son las coordenadas que demarcan la vida y la obra de Jesús Pardo, quien probablemente ha conseguido uno de los textos en que mejor se afirman sus afinidades y se reconcilian dos proyectos destinados a convivir aún por largo tiempo en el ámbito de la cultura de lo escrito, que no de lo estricto, pues todo juicio sumario acerca de cómo dialogan y recomponen su rostro en el espejo, si no tiene la gracia del de Wilde ("La diferencia entre la literatura y el periodismo consiste en que el periodismo no puede leerse y la literatura no se lee"), corre el riego de ser un axioma de inocua discriminación en detrimento del primero. La combinación que ejecuta casi sin proponérselo Jesús Pardo, vale decir, escribir desde sí mismo y encarnar en un personaje que es y no es el autor de sus memorias, reivindica no sólo y ya de suyo su prosa sin antifaces, sino también la difícil tarea de sumergirse en el propio ser para devenir esa voz recóndita que somos (y alteramos) a través de la propia escritura. Con la lúcida precisión de la palabra
poética, Roberto Juarroz escribió alguna vez: "Me miro en
un espejo/ y mi imagen no existe.// Me miro en un espejo que no existe/
y mi imagen existe.// La imagen crea el espejo./ El espejo es una imagen
de la imagen." Con la mágica exactitud de la prosa periodística,
Jesús Pardo reconstruye ya en dos libros su automoribundia
(como la llamaría Ramón). Es, a su manera, un ejercicio de
verticalidad poética que merece el placer de la lectura
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