Ana
García Bergua
Entre los cuentos de horror de M. R. James (1862-1936) que he leído en estos días, hay uno que me gusta mucho, llamado "O Whistle and Ill Come to You, My Lad", algo así como "Silba y acudiré, amigo mío". Trata a grandes rasgos de un profesor de ontografía aficionado al golf que decide ir a practicar su deporte favorito a un pueblo de la costa inglesa. En sus recorridos por la playa encuentra las ruinas de un convento de templarios que cierto amigo arqueólogo le ha pedido localizar, y en ellas, enterrado en una cavidad, un misterioso silbato cuyo sonido, al soplar por él en la noche desde su habitación de hotel, despierta en su interior la imagen de una figura solitaria en una calle oscura a mitad del viento. El profesor, cuyos escrúpulos de tipo religioso le prohiben creer en fantasmas o apariciones, no se imagina que al hacerlo ha atraído a un ente malévolo, el cual llega en medio de un viento fuertísimo, y se instala en su habitación, en otra cama que hay en ella además de la suya, pues ha tenido la mala suerte de conseguir una habitación con dos camas individuales. La otra cama amanece siempre con las sábanas revueltas y al final del cuento, cuando el ente malévolo ataca al profesor, su rostro tiene la forma de un "trapo arrugado", cuya expresión el pobre hombre no puede evocar por el terror que le inspira. Se dice que el importante lugar que ocupa M. R. (M. R. quería decir Montague Rhodes) James en la narrativa de terror lugar que, por cierto, no se afanó mucho en alcanzar, pues lo suyo eran los estudios históricos y etimológicos, y era un brillante latinista que escribía cuentos de terror por pura diversión, cosa verdaderamente moderna fue el hecho de inventar a estas criaturas, las cuales modernizaron la imagen del pánico, antes representado casi siempre por entes pálidos y fantasmales que evocaban de una manera literal a los cadáveres. Pero entre las criaturas de James, peludas, grotescas, siempre monstruosas y aterradoramente evasivas una de ellas se acompaña de un gato y de otra figura, y no sé si es aventurado o ignorante pensar que hubiese inspirado al diabólico trío de El maestro y Margarita de Bulgakov, esta me llama mucho la atención porque no es nada: es decir, es aire, viento y sábanas, lo cual constituye con gran precisión el material de nuestros terrores nocturnos, y de nuestros terrores en general. Podemos imaginar cosas espantosas, pero la concreción de la imagen, como sabía muy bien Lovecraft, alumno aplicado de James, la puede volver grotesca y colocarla a un lado de lo risible, como ocurre con las máscaras que venden el día de muertos en los altos la de Salinas incluida, pues acuérdense de que antes de ser una máscara de hule el ex presidente sí inspiraba terror. En cambio los terrores abstractos, incluidos aquellos que nos habitan para siempre en forma de traumas, de recuerdos o de criaturas espantadas, no suelen tener un aspecto preciso. De hecho, las mejores películas de terror son aquellas en las que el monstruo no se ve, o se ve muy rápido: una vez revelada la aparición, su imagen se vuelve un poco ridícula, o en los mejores casos, trágica, como el Frankenstein clásico, o el sediento Nosferatu. Antes me daban risa los fantasmas cubiertos
por un trapo, pero desde que leí este cuento ya sé de dónde
provienen y ya tengo mis dudas, pensando además en que con sábanas
se amortaja a los cadáveres, que son el monstruo primordial. Después
de todo, la criatura de James está hecha de sábanas, es decir,
parafraseando a Humphrey Bogart en El halcón maltés,
del material del que están hechas nuestras pesadillas. ¿Y
de qué material son las de usted?
Naief
Yehya
El regreso de provida
Material de desecho
Nuevos frentes de batalla
A principios de 1998, el tijuanense Pepe Mogt, nacido en 1970, estaba algo triste. No sólo le aburría su trabajo como ingeniero químico en una fábrica de cremas faciales, sino que Artefakto, su proyecto de música tecno, fue poco percibido por público alguno, a pesar de ser bien recibido por la crítica. Su posterior agrupación, Fussible, de sonido electrónico algo más actual, creado al lado de Melo Ruiz (1969), les parecía raro a las disqueras mexicanas y trillado a los sellos europeos, puesto que por allá había miles tratando de crear sonidos similares. Claro, el problema es que estos muchachos querían sonar justo como los electroeuropeos. Un día, caminando por Avenida Revolución, en Tijuana, Pepe entró a un estudio donde ejecutantes de polka, banda sinaloense y quebradita cumbiosa, dejan sus grabaciones para ser contratados en festivales. Pidió que le obsequiaran copias de algunas tomas aisladas de tuba, redoba, tarola norteña y güiro, entre otros, y las repartió entre sus amigos. Dice Mogt: "Teníamos algo de prejuicio hacia esta música, pues era la que oían nuestros padres, nos sonaba como algo naco. Pero de pronto me di cuenta de que todo eso sonaba justamente a Tijuana". El primero en detonar la bomba fue Ramón Amezcua, un ortodoncista de treinta y ocho años, padre de cuatro hijos, quien ya tiene cerca de una década trabajando en música tecno bajo el nombre de Bostich. Éste creó un tema emblemático llamado "Polaris", una ensalada energética de sonoridades electrónicas pero timbres muy extraños, donde un tarolazo a repeticiones no humanas se entreteje con tubas que son distorsionadas hasta volverlas irreconocibles; algo que puede bailarse pero que no es house ni drum & bass, acaso se acerca al break beat, pero no precisamente. Bostich hizo notar que "mientras más crudo sea el sonido de esos instrumentos en la mezcla, más sólida y fuerte sería esta música". En cuanto "Polaris" fue emitida en una fiesta local, inmediata y espontáneamente atrajo la atención de varios creadores tijuanenses. Diseñadores gráficos, arquitectos, diseñadores de moda y artistas plásticos se sintieron identificados con esa manera de expresarse y de crear un collage que reuniera elementos tradicionales con lo más acá de la vanguardia estética. La bomba expansiva siguió su curso y todos ellos se hermanaron en lo que llamaron el Colectivo Nortec. Más norteños de Ensenada y alrededores se unieron a esta propuesta que, a decir del Colectivo mismo, sólo podía haberse generado en Tijuana, dada su condición de ciudad cabaretera sin identidad, o de identidad doble, ni gringa ni mexicana, híbrida, donde confluye uno de los ires y venires fronterizos más concurridos del mundo. Nortec se convirtió para ellos en una fuerza creadora mediante la cual trastocar toda esa energía y mala reputación (violencia, narco, contrabando y traición) en arte. Para ser precisos, los músicos/diyéis/mezcladores/productores implicados son, además de los dos citados: Panóptica, Plankton Man, Terrestre, Clorofila e Hiperboreal. La música de Nortec acaparó la atención de los estudiantes locales después de la edición de tan sólo mil copias del cd Nor-Tec Sampler. El disco se expandió por la República, además de Nueva York, Los Angeles y Londres. Kim Buie, ejecutiva del sello Palm Pictures, el cual preside Chris Blackwell, fundador de Island Records, escuchó tanto al disco como a la historia detrás de Nortec, se enamoró de ambas cosas ("son realmente originales") y firmó con ellos bajo un acuerdo de distribución. En febrero salió a la venta el disco Tijuana Sessions Vol. I en Estados Unidos, y es justamente este álbum el que aquí hoy nos ocupa, después de que el New York Times y la revista Time (los llamó "el nuevo Tijuana Brass") les publicaran magníficos artículos; de que la Rolling Stone les pusiera cuatro estrellitas, y de haberse presentado en Nueva York, en el festival electrónico Sonar de Barcelona, y en concurridos clubes de Chicago y Los Angeles. El Tijuana Sessions posee varias virtudes que parten de la esencia misma del actual movimiento electrónico que apasiona a las juventudes subterráneas globales. En principio, la integración de colectivos, ya sea meramente musicales o multidisciplinarios, marca en sí un distanciamiento del estrellismo individualista del rocanrol de hace poco; una manera de hacerse invisibles para hacerse más visibles en el conjunto: Terrestre es en realidad Fernando Corona; Plankton Man, Ignacio Chávez; Panóptica, Roberto Mendoza; Clorofila es Fritz Torres y Jorge Verdin, e Hiperboreal es Pedro Gabriel Beas y Claudia Algara. Asimismo, este plato digital de catorce tracks retoma algo de ese hilo negro ya explorado de forma diferente en bandas mexicanas como Botellita de Jerez, Café Tacuba o El Gran Silencio: la posibilidad de mezclar sonidos cuasifolclóricos con modernidades rocanroleras y/o poperas y/o raperas. La gran diferencia aquí es que no crea el lector que se trata de un conjunto de rolitas tradicionales encimadas sobre un beat electrónico. ¡No iñor! Nortec maneja cada sonido de tarola, güiro o acordeón, de manera individual, aislada, como archivos de sonido independientes que pueden ser distorsionados, procesados, para luego ser superpuestos y separados de su original contexto ranchero. Así, podemos escuchar temas tipo dance lento, capaces de empatar el ritmo de la quebradita con el de un house, el cual en vez de contras (esos platillos que dan su esencia onomatopéyica al punchis punchis), lleva redobas o tamborazos; donde el bajo es llevado o suplido por el penetrante sonido de la tuba y demás metales de banda. Todo ello combinado con atmósferas algunas veces etéreas/ambient, otras veces de club para bailar, más los detalles de cada creador. Aunque para muchos la música electrónica es sinónimo de ruidos machacosos, en Nortec este perfil desaparece para tornarse más bien en algo tan sabroso como la machaca con huevo. Los temas navegan por la experimentación alrededor de motivos específicos, pero no repetitivos o cansados. Las rolas están llenas de matices y sonoridades que aparecen para no volver a surgir. En opinión de esta escucha, los temas mejor logrados son los del veteranazo Bostich, primero en la obligada "Polaris", pero sobre todo en el glorioso tema "El vergel" (en el que mediante acordeones, metales campechanos y cencerros, uno mira a los campesinos cortar la uva) y en "Synthakon", donde los acordeones parecen estirarse en un viaje de ácido, y uno no sabe si correr a danzar al rave o colocarse el sombrero y montar a caballo. Otro delicioso tema es "Tepache jam", donde Terrestre le da a un tipo funk setentero, en el que acordeones melódicos se suman a un teclado jazzy/funk/lounge. Y aunque todo el álbum es un viaje futurista a la frontera norte, destacan "And L" de Panóptica; "Norteño de Janeiro"de Plankton Man (inusitada guitarra bluesera con coros de samba robótica); "Cantamar 72" de Clorofila (una especie de soul con bajo/tuba saturado); "El lado oscuro de mi compadre" de Terrestre y "Trip to Ensenada" de Fussible. Pepe Mogt ya dejó su antiguo trabajo. Mira a miles bailar bajo su música... y sonríe ampliamente. |
Javier
Sicilia
Con frecuencia se tiene la idea de que el profeta es alguien que predice el futuro. De hecho, cuando uno consulta el diccionario para conocer el significado de esa palabra se topa con definiciones como esta: "El que por algunas señales conjetura y anuncia acontecimientos futuros" (Diccionario enciclopédico Océano). Nada más lejos de la realidad. El profeta, dentro de la tradición judía en la que nace, se parece más al poeta que al arúspice. Diría incluso que es alguien que está entre el místico y el poeta. Como el primero, conoce las cosas en Dios; como el segundo, las conoce y las dice de manera oscura para la razón, es decir, de manera poética. En la medida en que el profeta semejante al místico y al poeta vive, en el orden de su experiencia interior, un contacto con lo eterno, sus palabras a veces frisan el anuncio de acontecimientos futuros. Así, mientras Isaías anuncia proféticamente a Cristo en su imagen del siervo sufriente y describe de manera poética el horror y la trascendencia de su muerte, César Vallejo describe en "Piedra negra sobre una piedra blanca" el día y el lugar de su muerte; López Velarde anuncia en "La suave Patria", el desastre que cincuenta años después sería para México el petróleo, y Boris Pasternak describe en un críptico poema el asesinato que Stalin cometería para deshacerse de su esposa (lo que hizo que el dictador, como Herodes con Juan Bautista, adquiriera un terror casi sagrado ante la figura de Pasternak). A pesar de estos momentos premonitorios, ni la función del poeta ni la del profeta es ésa. En el caso del poeta su función, como lo he dicho a lo largo de las entregas de esta columna, es la de develar o revelar el misterio, e indirectamente a Dios; en el del profeta es la de devolverle los significados fundamentales de Dios a la tribu. Si uno atiende a la Biblia, se da cuenta de que la aparición de un profeta surgía precisamente en los momentos en que los sentidos y los significados del pueblo judío comenzaban a contaminarse de paganismo, es decir, comenzaban a vacilar. Entonces surgía el profeta. A través de su palabra, por la que Yavé se expresaba, el pueblo volvía a recuperar sus significados y su intimidad con Dios. Esta realidad que en Occidente continúa existiendo dentro de la Iglesia católica no es grata. Mientras el poeta cree en la soledad y no le importa su incidencia en la sociedad, el profeta es obligado a incidir en ella y, en consecuencia, a vivir en la soledad y en el desprecio. El misterio de Dios que lo solicita es áspero, duro, incisivo. No da concesiones. Lo obliga a despojarse, a desposeerse de sí mismo para servir al fuego que lo posee, y su palabra, al restablecer los significados traicionados, se presenta como una acusación a la conciencia de los hombres, a sus hipocresías, a sus traiciones, a sus olvidos. Sirve a esa palabra a pesar de él. De ahí estos maravillosos versos del profeta Jeremías (20, 7-9): "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Me forzaste y me pudiste. Yo era el hazme reír todo el día. Todos se burlaban de mí. Me dije: No volveré a hablar más en Tu nombre. No me acordaré más de Ti. Pero la palabra era fuego ardiente encerrado en mis huesos. Quise contenerla y no podía." Tal vez uno de los retos que tiene en la actualidad el poeta que palpita desgarrado entre dos mundos: el de Dios, que desconoce, pero al cual sirve indirectamente, y el que le proporciona la vida contemporánea con su pérdida de significados, su verborrea y su lenguaje desecado sea el de acercarse al papel del profeta y, negándose a sí mismo, ir a lo más recóndito de su ser, en donde Dios habita, para que del lenguaje vacío que le proporciona nuestra época, obtenga un lenguaje de significados luminosos en donde la palabra vuelva a recuperar su sentido y su lugar en el mundo. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
Luis
Tovar
El prejuicio justificado
Es lunes 23 de junio y mi reloj marca las once veinticinco de la mañana cuando pago mi boleto para ver Serafín, la película. Elegí este día y esta matinesca función pensando en que así evitaría ser muy posiblemente el único y extraño adulto solitario entre el tumulto de niños con papá. Consigo mi propósito; entro a una sala donde sólo hay cuatro personas: dos niños y dos mujeres. Días antes, en una entrevista radiofónica cometí un atrevimiento desaconsejado por el mínimo de responsabilidad que debe observar todo aquel que habla públicamente sobre la obra de alguien más: opiné sin conocer de manera directa y completa la obra en cuestión. Hacia el final de la charla, cuando el entrevistador mencionó el inminente estreno de Serafín, no pude sofrenar la lengua y dije que esa cosa ni siquiera merecía ser llamada película. El prejuicio habló por mí, lo confieso. Después pasé un buen rato identificando las causas que me llevaron a cometer el desliz y, algo contrito pero de cualquier manera pensando que seguiría asistiéndome la razón, me propuse ver Serafín del modo más desapasionado que me fuera posible. Concédaseme la atenuante de contar con un par de certezas, paradójicamente formuladas como preguntas: ¿qué cabía esperar de un largometraje cocinado al calor del éxito de la telenovela homónima? ¿Qué beneficio de la duda concederle a René Cardona III, perpetrador de tanto bodrio, para decirlo sin darle vueltas? Finalmente, ¿alguna vez Televisa le ha deparado a su aguantador público algo que mantenga la cabeza arriba de la mediocridad? De lamentable pa bajo La película comienza con una secuencia cuyo único propósito es presentar a los malos, aunque eso es un decir, porque daba lo mismo arrancar con la primera secuencia que con la segunda o la tercera; cosas así son importantes cuando está en juego una trama, pero a los diez minutos de imágenes en la pantalla me convencí de que no me sería ofrecida ninguna. De cualquier modo, ahí está Lucio (el más lamentable Enrique Rocha que me haya tocado sufrir) saliendo de su ataúd, en lo más profundo de su castillo virtual. Luego aparece el digital Craco, una gárgola de ojos rojos cuya única función en toda la película será apostillar los mínimos e insustanciales diálogos de Lucio, quien remata casi todo lo poco que dice con algo que se supone es una risa malévola, aunque eso también es un decir, porque no tardan en aparecer los aparentemente indispensables malos de pacotilla; ya sabe usted, ésos que todo el tiempo hacen bizcos, abren mucho la boca para hablar, gritan por todo y, cuando se caen, lo hacen levantando mucho los pies a la hora de dar contra el suelo, consiguiendo una verdadera proeza: que sus movimientos se vean más artificiales que los de los personajes animados cibernéticamente. Otros diez minutos más tarde ya no hay duda de que este es un verdadero tour de force para cualquier espectador que exiga ser tratado siquiera con un poco de respeto. La pantalla ofrece a un grupo de niños jugando futbol en un parque; uno de ellos es alcanzado por el proyectil que le lanza un personaje virtual más, algo que quiere ser un elfo pero se queda en enano verde y que no alcanzó siquiera el estatus de ser con habla. El niño atacado recibió el daño equivocadamente, pues el proyectil iba destinado a otro de sus amigos, y no anoto los nombres de estos personajes, pues todo es una confusión de Pepes, Panchos, Pedros y uno que otro Juan. La única que puede distinguirse es Sherlyn (coprotagonista de La segunda noche), por la sencilla razón de que es la única mujer en escena, exceptuando a la madre del niño atacado. Éste cae en estado semicomatoso y es llevado a un hospital, donde Cardona nos regala una secuencia sacada de la más típica y anodina telenovela: el doctor explica a los padres del niño que la cosa está grave y que no se sabe qué pasa. Le juro que lo dice casi con estas palabras; los diálogos son una soberbia demostración de cómo sacarle la vuelta al necesario suministro de información en una historia. Pero los guionistas han decidido dejarnos con la duda y nos llevan directamente a la secuencia donde aparecerá, por fin, el que se supone es el motivo central de todo el asunto: el angelito Serafín. A éste lo acompaña un grupo de personajes igualmente virtuales: una lámpara francesa que para demostrarlo no para de decir "oh la lá, mon cherí" y demás elevadas muestras de la lengua gala; un muñeco de piezas de meccano; una botella azul y un camión de juguete. Este último, junto a Serafín, acompañará a los niños al Bosque de la Ilusión, donde deberán encontrar las cuatro partes de la estrella que salvará a su amigo de la catatonia. Tal vez le pase lo mismo que a mí y no se dé bien cuenta de que, en cuanto a argumento, esto es todo. El resto consiste en ver al grupo de niños cumplir lo que, al final, se suponen pruebas de valor y de amistad, teniendo como némesis al citado Lucio, a esos malos más insulsos que los de Mi pobre angelito, al enano verde, la gárgola de ojos rojos y a Flama, creativísimo nombre dado a una mala a la que le sale lumbre por las manos. El bien siempre paga Deberían darle un premio a quien saque la cuenta de las veces que se prununcian las palabras "bien" y "mal", y una mención honorífica al que diga el número de ocasiones que la frase "el mal nunca triunfará" es nuevamente esgrimida en un momento dizque culminante. Por supuesto, debe incluirse la inefable sentencia de un Serafín a punto de perder las alas: "Mientras haya un niño con buenos sentimientos, triunfará el bien", o algo así. Para decirlo de otro modo, este verdadero churro rezuma moralina, lugares comunes y maniqueísmo en cada uno de los gigabytes empleados para perpetrarlo. De otros aspectos es mejor no hablar, pues al trabajo de Cardona III hasta el calificativo de inelegante le queda grande. Me levanto de la butaca y descubro que
estoy solo; quién sabe desde qué hora los niños y
sus acompañantes prefirieron gastar su tiempo de un mejor modo.
Los entiendo, y me quedo pensando en lo bueno que sería saber que
este abandono y esta soledad fueran la norma en cada función de
Serafín,
la película.
Michelle
Solano
Tal y como se anunció, esta es la segunda entrega que corresponde a Las metamorfosis, ensayo escénico sobre momentos del poema de Ovidio. En esta ocasión, la cronista se adentró en El río del sueño, dirigido por Silvia Ortega. Este montaje constituye una buena muestra de cómo pueden crearse distintos universos a partir de un texto. Enfrentarse más de una vez a cualquier obra de arte encarna la oportunidad de advertir elementos que habían pasado desapercibidos, deleitarse con otros que adquirieron un significado especial anteriormente, desmenuzar con mayor precisión los materiales que la conforman y un sinfín de posibilidades de relectura que derivan en un mayor discernimiento del contenido y la forma que les son propios. Pero con este montaje, y esa es una de las cosas que se le habrían de agradecer, sucede por triple partida. Al igual que el anterior, este recorrido por El río del sueño se sucede a través de las distintas habitaciones de la Casa Azul. Silvia Ortega ha optado por una disección del mundo femenino y de algunos de los temas que fácilmente pueden ligarse a los sueños: el cambio, el temor al desprendimiento de lo amado ya sea de otro ser humano o de uno mismo, la fama, la belleza. Lo interesante aquí es que la puesta escapa a la manoseada lucha entre lo soñado y lo real, y más bien se mueve precisamente en ese espacio difícil de definir entre la vigilia, el duermevela y la revelación de los sueños o lo que a muchos les da por llamar premonición. El discurso está planteado a partir de dos universos aparentemente ajenos: el "realismo" de situaciones cotidianas, y el texto de Ovidio; de la confrontación de ambos en el mismo espacio resultan imágenes sólidas, inteligentes, que alcanzan su mejor momento cuando se da el lujo de jugar al ofrecer de su propia versión los mitos de Eco y Narciso. El montaje de Ortega es ágil, producto de un material bien comprendido, de la construcción de un puente con el que logra que el discurso escénico se halle estrechamente relacionado al texto de Ovidio, lo que se traduce en intenciones, imágenes, jugueteos estéticos, diversificación de matices y tonos. Una propuesta heterogénea que obedece a su circunstancia y que ha sido montada con la prevalencia de esa misma idea. Los elementos escenográficos de los que Silvia Ortega echa mano a lo largo de su ejercicio permiten un trazo escénico lúdico, bien sustentado, que aprovecha al máximo la capacidad de los espacios, los actores y el fluir anecdótico. Las actuaciones están a cargo de Carolina Valsagna, quien construye de modo preciso sus intervenciones, dotándolas de una riqueza dramática que no decae en ningún momento. Margarita Wynne logra una ejecución sólida, a la que tal vez le vendría bien un poco de cuidado para evitar la rigidez. Andrés Weiss encarna con exactitud sus personajes, que emergen sin tropiezos, pues los trabaja a partir de la interioridad y la reflexión. Adriana Alcalá destaca con un equilibrio perfecto entre su trabajo corporal y textual. En la columna anterior, esta cronista ya
celebraba el que esta puesta de Las metamorfosis tuviera como inquietud
el que los espectadores abandonaran la pasividad que les impone una butaca
frente al escenario; pues bien, los resultados merecen también un
análisis: a pesar de que cada vez hay un mayor número de
obras que proponen un formato distinto al tradicional, existe todavía
una cierta reticencia por parte del público a que los actores se
muevan tan cerca de él, a que se le involucre de modo directo con
lo que acontece en la escena. Sin pretender la elaboración de juicios
maniqueos, creo que esto se debe a que la cultura teatral de nuestro país
se mantuvo, durante muchos años, lejana a la posibilidad de interacción
del espectador con todo aquello que sucede en un escenario. El teatro,
como todas las artes, está continuamente en evolución y,
por lo menos en nuestro país, las grandes producciones capaces de
convocar una multitud de asistentes ya no son cosa de todos los días,
uno de los motivos por los que el teatro ha adquirido este cariz de "intimista".
Obras escritas o montadas (o ambas cosas a la vez) ex profeso para
un número reducido de espectadores, para teatros pequeños
o incluso para espacios que no son propiamente un teatro, donde el público
forma parte activa, son cada vez más comunes, más socorridas.
Mientras nos acostumbramos a ello, vaya un sincero reconocimiento a quienes
dan la oportunidad de que esto suceda, no importa de qué lado del
escenario se encuentren.
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